La Pregunta Más Importante de la Vida, el Universo, y Todo lo Demás

En una ocasión ponderamos la posibilidad de que el universo fuese descriptible en términos humanos. Esa noción de que con alguna frase -en algún idioma- se pudiese explicar su funcionamiento total, haciéndolo enteramente comprensible. Por supuesto, tal labor ha resultado tan titánica como se podía esperar (considerando la magnitud de la ambición), y la historia de cómo se busca esta unificación de los mecanismos del cosmos no es otra que la de la ciencia, avanzando poco a poco hacia una posible expresión matemática que lo describa “todo” –la energía y la materia del universo conviviendo armoniosamente en una ecuación. El trabajo continúa, pero aún hallándola, con todo lo maravilloso que sería, y lo monumental del logro intelectual asociado, podemos predecir con buena seguridad que -para muchos- no será suficiente.

El ser humano está lleno de preguntas. Todos, a diferentes niveles, nos sentimos intrigados por el mundo que nos rodea y buscamos entender cómo funciona. La causante de esto es, como suele serlo, la evolución. Claramente, la naturaleza fue muy estricta castigando la falta de curiosidad (y la ignorancia resultante) con una muerte prematura. En efecto, el grupo de antepasados que más se preocupaba por saber si ese ruido nocturno era un tigre dientes de sable, o tan solo el viento entre las hojas, tenía mayores probabilidades de sobrevivir y reproducirse, transmitiendo su curiosidad a futuras generaciones.

Eventualmente, dimos un salto aún más avanzado en la escala evolutiva, al darnos cuenta de que nuestros semejantes podían conocer elementos sobre el mundo que nosotros no. Muchas otras especies se comunican (los chimpancés incluso pueden aprender lenguaje de señas) pero hasta el momento ningún animal no humano ha hecho algo que para todos nosotros resulta extremadamente natural: una pregunta. Gran número de pruebas se han realizado al respecto ofreciendo siempre el mismo resultado: por alguna razón, los otros animales no parecen comprender que sus congéneres son una posible fuente de información.

El cerebro humano, en contraste, ha evolucionado para ser una máquina de hacer preguntas, a tal punto que podemos construirlas incluso cuando no tienen sentido o respuesta posible: ¿de qué color es el deseo? ¿a qué sabe la literatura? ¿de qué tamaño es el color amarillo? Estas preguntas tienen sentido gramatical, y nuestra mente es capaz de formularlas, pero no tienen coherencia con la realidad. Son un ejemplo de nuestra sorprendente capacidad de abstracción mental.

Sin embargo, una pregunta -por más incoherente que pueda ser- crea la fuerte ilusión en nuestros cerebros de que hace falta una respuesta (nuevamente, la evolución nos hizo así); al punto en que esa respuesta, tan abstracta, quizá tan inexistente, se vuelve en ocasiones más importante que la duda original. Es un concepto con el que jugó el gran escritor de ciencia ficción, Douglas Adams, cuando escribió sobre una súper-computadora que había calculado la respuesta a “La Pregunta Más Importante de la Vida, el Universo, y Todo lo Demás“.

Luego de 7,500 millones de años de procesamiento, el resultado fue, simplemente: 42.

Por supuesto, después de tantísimo tiempo, ya nadie recordaba cuál era esa pregunta tan importante. Para generarla nuevamente se procedió a crear, en la aclamada novela, una computadora orgánica gigante capaz de producirla –una computadora llamada “La Tierra”, la cuna de la curiosidad humana.

El mensaje de Adams resulta bastante claro: sea que nuestras preguntas tengan respuesta o no, lo realmente importante es nunca dejar de hacérnoslas, tratando de ser disciplinados y honestos en su formulación y resolución.

Después de todo, si algo nos ha revelado ya el universo, es que la curiosidad es la llave, y el cerrojo es la vida misma.