El retraso en la evolución

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Ya sea que la vida sea un fenómeno común en el universo, o una rareza (algo que pareciera muy poco probable), lo cierto es que en nuestro planeta surgió casi tan pronto como la superficie se enfrió lo suficiente para que se solidificara la corteza (los ríos de lava no son nada amigables), para posteriormente retener agua en estado líquido. La evidencia fósil indica que La Tierra era aún un lugar muy joven cuando la química compleja se convirtió en biología, en un medio ambiente que era muy diferente al punto azul al que estamos acostumbrados. Un mundo sin oxígeno atmosférico, poseedor de una rabiosa actividad volcánica, recién salido del caos de la formación en el sistema solar, y con una Luna aún muy cercana que causaba mareas de cientos de metros de altura.

La evidencia más antigua de vida viene dada por fósiles de “estromatolitos” – que aunque no son formas de vida en si mismos, son formaciones minerales que asociamos con colonias bacterianas en la actualidad. Estos restos tienen unos 3,800 millones de años de antigüedad: menos de 1000 millones desde la formación de La Tierra, y apenas un parpadeo geológico desde el enfriamiento del planeta. Otros fósiles, ya directamente indicativos de formas de vida específicas, se han datado de hace 2,700 millones de años. Tal velocidad en el surgimiento de la vida nos da esperanzas de que ésta sea abundante en el universo, dadas condiciones similares, pero también debemos tomar en cuenta que luego de la aparición de los organismos unicelulares, la complejidad parece haber encontrado un fuerte obstáculo – no totalmente entendido – para el desarrollo. Tuvieron que pasar alrededor de 3,000 millones de años para que comenzaran a evolucionar formar más complejas, eventualmente generando las plantas y animales que poblamos el mundo.

Uno de los argumentos más atractivos para explicar esta tardanza es que la vida compleja que conocemos requiera oxígeno para desarrollarse (ya que este gas permite una reacción química natural mucho más energética que otros); y que por tanto no podía darse una evolución acelerada hasta que la fotosíntesis bacteriana – que produce ese oxígeno – no cambiara por completo nuestra atmósfera. Es una teoría sólida, pero está puesta a prueba por la falta de una comprensión exhaustiva de la correlación entre el oxígeno y la evolución (¿permitió la formación de esqueletos o tejidos complejos? ¿posibilitó el aumento de tamaño de las criaturas? Aún no sabemos con gran seguridad). Cualquiera sea la razón del retraso, es claro que hace unos 600 millones de años la biodiversidad explotó y – a pesar de varias extinciones masivas – no ha parado significativamente desde entonces.

Con todos sus misterios aún por resolver, algo es evidente: la vida es la forma más compleja de organización de la materia que hemos podido observar en todo el universo, y más allá de lo fácil o azaroso de su formación – dada la inmensidad del espacio – podemos afirmar que es un fenómeno realmente preciado. Cada mundo donde haya podido surgir es una historia única, cada especie viva un caso de éxito evolutivo entre millones de fracasos extintos. Es maravillo contemplar que el cosmos despierta y se entiende a sí mismo a través de un proceso tan delicado. De nuestra comprensión y valoración de este hecho depende que nuestra historia particular continúe hacia el futuro distante, y tengamos la oportunidad de compartirla.

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