Islas de información

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Haciendo memoria sobre lo que fue el proceso educativo durante mi infancia, me doy cuenta de lo innecesariamente aislados que se nos presentan los conocimientos acumulados de nuestra especie, en lo relativo al mundo natural, durante esos años formativos tan importantes. Con un poco de esfuerzo, recuerdo haber oído a alguien explicarme en algún momento el ciclo del agua – la evaporación por calor de los ríos, lagos y océanos para formar las nubes que luego se condensarían al enfriarse produciendo las precipitaciones que eventualmente volverían a evaporarse. En alguna otra clase, años después, alguien me habló de los elementos químicos y los compuestos que podían formarse cuando éstos se combinaban. Cada uno de ellos (o al menos los más relevantes) contaban con una gráfica que relacionaba la temperatura y la presión con sus diferentes cambios de estado: líquido, sólido, gaseoso. En otra habitación, hablando un lenguaje que me parecía enteramente diferente, otro profesor me contaba que todo lo que podíamos ver y tocar en el universo estaba conformado por pequeñas piezas llamadas “átomos”, que vibraban y saltaban ante la presencia de energía, causando todos los fenómenos emergentes que nos eran familiares.

Cómo exactamente se relacionaban todas estas islas de información – cómo ese conocimiento sobre el mundo de lo muy pequeño podía ayudarnos a interpretar la realidad observable – es algo que, por más que me esfuerzo, no logro recordar a alguien explicándome. Toda historia comienza por el principio y – aunque solemos subestimar la imaginación y capacidad de los niños – pienso que la introducción a los mecanismos del universo me habría resultado mucho más sencilla en esa época si tan solo me hubieran dicho la parte de los átomos al comenzar.

Cuando entiendes que los cuerpos están hechos de átomos, y que estos vibran y saltan en función de la energía que contienen, se hace evidente que el estado sólido (el hielo en el caso del agua) representa la configuración atómica menos energética (con menos calor), en la cual las partículas no tienen la capacidad para moverse mucho y alejarse del grupo. ¡Por eso el objeto es sólido! Igualmente claro es que al agregar energía a los átomos, y así darles más libertad, estos comiencen a moverse, dándole una consistencia fluida (líquida) al material resultante. Aún más calor y los átomos comienzan a saltar como locos, escapando de la estructura – lo que solemos llamar evaporación. Remueve energía – transfiriéndola al medio circundante (como el aire) – y el proceso se revierte. Hasta la presión – cuyo rol en los estados de la materia siempre me pareció misterioso – queda fácilmente expuesta ante este análisis, pues se hace obvio que mientras más fuerza externa haya manteniendo a los átomos en su sitio, más energía (calor) se requerirá para evaporar las sustancias, y viceversa (por eso en el vacío la sangre y saliva se evaporan: sin la presión atmosférica atándolos en su sitio, el calor de nuestro cuerpo es más que suficiente para hacer escapar sus átomos).

La naturaleza es elegante de esa forma, de simples principios surge toda la complejidad. Por qué se enseñan en las escuelas estas islas de información antes que la simplicidad de la que todo emana es algo que aún hoy me cuesta mucho entender. La ciencia es la historia del cosmos; una en la que todo está conectado de maneras intrincadas y sutiles. Comprenderla como tal, en lugar de como una serie de procesos aislados que hay que memorizar “porque sí” es esencial para enamorar a las nuevas generaciones de sus hilos y misterios. Si el sistema educativo no lo hace, recae sobre nosotros la responsabilidad de hacernos eco – en la medida que nos sea posible – de ese funcionamiento interno que no resulta claro a simple vista.

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