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Se ha ido, finalmente.

Fue una larga despedida, como reconocerán todos los que han leído las múltiples reseñas que hemos realizado sobre la posible partida de la sonda Voyager 1 de nuestro sistema solar. No fue una tarea fácil determinar que se había ido. La nave viaja actualmente a través de la frontera más lejana de nuestro hogar cósmico, a más de 18 mil millones de kilómetros de nuestro punto azul. En ese vacío tan absoluto ya no hay puntos de referencia, ni caminos gravitacionales establecidos. Todo alrededor, el cosmos se extiende infinitamente en cualquier dirección, y el Sol es tan solo otra estrella que brilla en la lejanía.

Buena parte de la dificultad para confirmar que la sonda efectivamente nos había dejado (lo hizo desde Agosto del año pasado) vino dada por una falla que evitaba que el Voyager midiera el plasma de partículas que lo rodeaba con normalidad, impidiendo que notara cuando su densidad aumentara – algo que representa un fuerte indicativo de que ya no se encuentra dentro del campo magnético del Sol, y ahora recibe la lluvia energética de otras estrellas. Al final, fue el propio Sol quien hizo la diferencia, enviando una ráfaga de material en esa dirección a principios del año pasado. Cuando esta onda alcanzó al Voyager – en Abril de este año – la nave pudo medir las vibraciones causadas, infiriendo la densidad del plasma a su alrededor. En efecto, está en el espacio interestelar, el único objeto fabricado por seres humanos en lograr tal hazaña.

Han sido más de 30 años de viaje, durante los cuales se exploraron exitosamente los planetas del sistema solar externo y se descubrieron más de 20 nuevas lunas – esos pequeños mundos que mayoritariamente pueblan el vecindario solar externo. Sin embargo, la travesía apenas comienza. A sus 17,000 km/h, este mensajero robótico aún tiene mucho camino por delante. Si nada se lo impide, flotará en el vacío para siempre; sus últimas señales alcanzándonos alrededor del año 2025, mucho antes de llegar a algún otro destino.

Eventualmente, dentro de unos 40 mil años, la nave, muda e inerte, alcanzará una de las estrellas de la constelación de la “Osa Menor”, llevando aún nuestro mensaje en su disco dorado. Qué será de La Tierra – o los humanos – para ese entonces es algo que, al igual que el Voyager, ya escapa a nuestra visión, y se pierde irremediablemente en el océano del tiempo profundo.

Por lo pronto, adiós, viajero.

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