El otro extremo de para siempre

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Es algo que vale la pena considerar, cuando vemos una que otra estrella durante una noche clara: podemos percibir esos hermosos puntos brillantes -tan lejanos- porque su radiación lumínica ha viajado a través de trillones de kilómetros para alcanzarnos. Un fotón de luz (la partícula que transmite esta fuerza electromagnética) salió de esa estrella hace cientos – o quizá decenas de miles – de años, recorriendo el vacío de la galaxia a unos 300,000 kilómetros por segundo.

Durante su larguísimo viaje, los humanos salimos de las cavernas, nos esparcimos por el mundo, creamos la ciencia y la tecnología; nacieron miles de millones de nosotros, llorando, pensando, amando, muriendo y matando (casi siempre sin razón) – toda una cadena de eventos caóticos que dieron como resultado nuestro nacimiento, y nuestra presencia esta noche, de pie bajo el firmamento.

Adicionalmente, en ese tiempo, nuestro sistema solar se trasladó justo a la posición correcta para interrumpir el viaje del fotón, el cual no solo terminó estrellándose con este pequeñísimo planeta azul, sino que cayó justo en tu ojo – volviéndose parte de ti. Una partícula originaria del otro extremo de “para siempre”, ahora traducida a una cadena de comunicación frenética entre tus neuronas, informando a tu cerebro consciente de que en el cielo brilla una estrella, y que es preciosa.

Ese fotón, por supuesto, se ha perdido – su energía fue absorbida por las partículas de tu cuerpo. Resulta interesante – ante la mirada humana, siempre limitada por el tiempo – que este fenómeno natural sea capaz de hacer un viaje tan descomunal, para un desenlace tan humilde. Es el mismo que enfrentan todos los fotones una vez son absorbidos, sin importar su fuente: desafortunadamente, no hay manera de detectar la presencia de uno sin destruirlo.

O así solía ser.

Esta realidad (que hay que ver la luz para saber si hay luz) no les parecía cómoda a los científicos del Instituto Max Planck así que – según publicaron en “Science Express” – procedieron a construir un mecanismo para detectar fotones sin destruirlos, cortesía de la mecánica cuántica. El proceso es simple, dado que aceptes que el mundo cuántico no tiene sentido. Se colocó un átomo de rubidio en una cavidad, de tal manera que estuviera en resonancia perfecta con la misma, y también fuera de esa resonancia – al mismo tiempo (sí, los átomos pueden hacer eso). Luego dispararon un fotón al arreglo, causando que el átomo colapsara a uno de sus dos estados posibles, en resonancia o fuera de ella. Midiendo el cambio de estado del átomo pudieron deducir si el fotón había efectivamente entrado a la cavidad o no. En términos prácticos, “vieron” al fotón, sin verlo – su energía conservada para la posteridad.

Las implicaciones son enormes para los computadores cuánticos, pues implicaría que pudiésemos diseñar dispositivos capaces de percibir un fotón (que podría valer 1 y 0 al mismo tiempo), sin necesidad de arruinar esa dualidad al observarlo. De más está acotar que ante la masificación de la tecnología que esto podría producir, la computación actual sería tan obsoleta como escribir en tablas de piedra.

Es bueno saber que el universo nos continúa ofreciendo la posibilidad de seguir avanzando, a pesar de todos los misterios que todavía mantiene inaccesibles. Aún así, debo decir que con todo lo útiles que resultarán estos “bits cuánticos”, mis fotones preferidos seguirán siendo esos que han atravesado el universo, tan solo para brillar por un instante en la mirada de esa persona especial, y desaparecer para siempre.

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