Los miedos de nuestros padres

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Los humanos hemos sabido que los hijos heredan las características de sus padres desde mucho antes de conocer el ADN, o de entender el mecanismo exacto de la reproducción sexual. Por mucho tiempo hemos celebrado el parecido físico de nuestros niños al nacer y durante su crecimiento; al igual que las costumbres y posturas que adoptan, y que siempre nos recuerdan claramente a algún familiar, de quien son “la viva imagen”.

Es una característica de la vida que también hemos sido capaces de reconocer y aprovechar en plantas y animales, posibilitando la selección artificial que desde hace milenios venimos realizando en decenas de especies que ahora viven entre nosotros – algunas fieles compañeras (como las diferentes razas de perros), otras vitales para la alimentación de la población humana actual (como el trigo y el maíz) – todo esto obra de nuestra crianza selectiva durante incontables generaciones.

Pero incluso nuestros ancestros sabían que hay cosas que no se heredan, sino que deben aprenderse en el transcurso de la vida. Siempre nos ha resultado claro que la hija del matemático no nacerá sabiendo calcular derivadas, ni el muchacho del carpintero será capaz de seleccionar la mejor madera para un mueble con base en la experiencia de su padre, antes de su concepción. Ningún perro encontrará el camino a casa porque su madre lo recorrió en algún momento; ni el gato hallará las crujientes croquetas cuyo escondite alguna vez descubrió su abuelo. Estos comportamientos complejos, nacidos -en mayor o menor medida- de la razón (o el condicionamiento), no son capaces de afectar las instrucciones genéticas básicas que efectivamente transferimos a nuestra descendencia. Nadie aprende con experiencia ajena.

O eso se pensaba, hasta que estudios recientes asomaron la posibilidad de que las experiencias de un progenitor sean capaces de alterar químicamente la manera en la que un gen se manifiesta en su cría (aunque el gen siga siendo el mismo). Al estudio de este fenómeno se le conoce como “epigenética”, y un polémico trabajo publicado en Nature a finales del año pasado bien podría contener la más perturbadora de sus implicaciones.

Durante el experimento, ratones de laboratorio aprendieron a asociar un cierto olor con un choque eléctrico (inofensivo, pero nada agradable), al punto en que temblaban de pavor ante la presencia del malvado aroma. Lo que nadie se esperaba es que sus hijos y nietos también temblaran de miedo ante un olor que para ellos no debía significar nada – habían heredado la experiencia.

Ante una afirmación tan extraordinaria, lo correcto es solicitar muy buena evidencia, y no todos están convencidos de que el fenómeno sea real (ya que no se ha presentado una explicación concreta y viable de cómo podría suceder a nivel epigenético y molecular); pero el estudio es sólido en su metodología, y todos reconocen que se trata de algo que amerita ser estudiado más en profundidad.

Tal vez nuestros padres nos afectan aún más de lo que creíamos.

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