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Aunque estoy consciente de la imposibilidad del escenario – y quizá hasta de lo inútil del repetido ejercicio – les confieso que me encuentro esta noche, como es ya tradición los 12 de febrero, imaginando vivamente el transcurrir de una conversación hipotética con el genial Charles Darwin – cuyo cumpleaños número 205 celebramos el día de hoy.

Equipado únicamente con el grandioso poder de la mente humana, soy capaz de transportarme sin problemas ni retrasos a la cubierta del famoso “Beagle”, navegando orgulloso por la costa suramericana un día como hoy de 1834 – momento en el que el joven Darwin cumplía 25 años. Me pregunto si se acordaría de la ocasión por su cuenta, o si fue el Capitán Fitzroy quien se lo recordó al bautizar la montaña que podía verse en la distancia como “Monte Darwin”, a modo de obsequio simbólico. De seguro se encontraba terriblemente concentrado en la documentación y catalogación meticulosa de las muchas muestras que ya había recopilado durante su viaje; tomando notas en su diario, sorprendido profundamente por la variabilidad extrema que observaba en las diferentes formas de vida que encontraban.

El día lo encontró en la Patagonia Argentina, entrando en contacto con un grupo amigable de nativos de La Tierra del Fuego – a quienes describió como “hombres altos vestidos con mantas” – y que protagonizarían esa misma noche historias aterradoras debido a sus reiterados ataques a otras tribus de la zona; un indicativo ineludible de que el comportamiento de los seres humanos, de una manera sospechosamente similar al del resto de las bestias, está fuertemente orientado a la competencia por los recursos naturales. Nadie lo nota, en el círculo de conversación de esa noche, pero la idea que va a cambiar el mundo para siempre ha comenzado ya a formarse en el cerebro inquisitivo y analítico del muchacho: todos estamos conectados – animales, plantas, humanos; especies vivas y extintas – de una manera mucho más íntima de la que nadie se había atrevido a soñar.

Aún así, pasarían más de 20 años antes de que Darwin se atreviera a publicar su teoría de la evolución por selección natural – tan peligrosamente antidogmática – quizá encontrando la motivación que necesitaba al enterarse de que otro hombre, de nombre Alfred Wallace, compartía sus ideas sobre el origen de las especies. En conjunto, publicarían el estudio más polémico de su época, desafiando la noción “aceptada” de que las especies eran estáticas e inmutables en el tiempo.

El internacionalmente famoso Darwin viviría hasta los 73 años, edad en la que su enfermedad del corazón finalmente lo derrotó. Sus últimas palabras – “No le tengo ni un poco de miedo a la muerte” – resultan adecuadas al considerar la vida que llevó, dedicada a ver a la realidad valientemente al rostro, enfrentando con preguntas lo que otros observaban con miedo.

El final de mi imaginativo viaje me coloca de pie frente a la tumba de este gran hombre, en la Abadía de Westminster, donde sus restos reposan entre gigantes como Herschel y Newton. Allí es donde, finalmente, me atrevo a hablarle:

“Gracias, Charles”.

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