La influencia medible de la gravedad

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Galileo fue el primero en verlo, durante la noche del 28 de diciembre de 1612. Luego de otra velada observando los cielos con su telescopio improvisado, entre las sombras danzantes creadas por las velas que iluminaban débilmente su estudio, el científico italiano procedió a dibujar lo que observaba en el firmamento: una estrella – algo extraña – brillaba detrás del planeta Júpiter, desde su perspectiva. Un mes después, Galileo tomó nota de la estrella misteriosa nuevamente. Su posición había cambiado ligeramente con respecto a las otras – la verdadera naturaleza del astro revelada en tan pequeñísimo detalle.

Tal vez Galileo no se dio cuenta de la diferencia de posición; o puede que lo haya notado sin comprender su significado. Sea cual sea el caso, concluyó erróneamente que se trataba de una estrella más. La humanidad tendría que esperar más de 200 años para que alguien reconociera a Neptuno, el último planeta del sistema solar. Incluso entonces, no sería tarea fácil.

No fue la observación directa, sino la perturbación inesperada en la órbita de Urano la que finalmente lo delató. La física Newtoniana había demostrado ser infalible para predecir la posición de los cuerpos celestes (aún hoy se usa para enviar naves a otros planetas), pero Urano no parecía respetarla. A veces se adelantaba sin explicación en su órbita, en otras ocasiones se retrasaba, como si algo más que el Sol lo estuviera influenciando. Cálculos se realizaron buscando una explicación, y eventualmente se predijo la posición exacta de un nuevo planeta – detectando a Neptuno unos días después.

Más allá de Neptuno, cientos de miles de objetos han sido visualizados (siendo los más grandes Plutón y Eris) – tantos que ya no pueden ser clasificados como “planetas”. Entre planetoides enanos, asteroides y cometas, el sistema solar continúa por miles de millones de kilómetros, haciéndose cada vez más frío y oscuro. En esta región casi totalmente inexplorada, pequeños mundos de hielo acompañan al Sol lentamente, en trayectorias que nunca los acercan ni siquiera a la órbita de Neptuno (ya de por sí muy lejana), y que los alejan a miles de veces la distancia entre La Tierra y el Sol.

Tal es el caso de VP113 – un objeto helado descubierto recientemente que nunca se acerca a menos de 12 mil millones de kilómetros del Sol (en contraste, nuestro planeta está a “apenas” 150 millones de kilómetros del Sol), tomando 4 mil años en dar una sola vuelta alrededor.

Gracias a la influencia medible de la gravedad (y a búsquedas muy precisas en luz infrarroja) sabemos que no hay más planetas gigantes en nuestro sistema solar (o visitas catastróficas hacia nuestro vecindario), pero hay algo extraño en la órbita de VP113. Está más estirada de lo que esperarías, dada su posición. Quizá fue alterada hace miles de millones de años por el paso “cercano” de alguna estrella; o tal vez un increíble mundo de hielo del tamaño de La Tierra está allí afuera, influenciando estos cuerpos.

Como fue el caso con Neptuno, eventualmente será la gravedad la que delate a esos otros habitantes del abismo.

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