Un primo de La Tierra

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Vista desde la distancia, opacada por el brillo incandescente de una estrella de edad mediana con un diámetro cien veces mayor, La Tierra escapa con facilidad de la ilusión humana de significancia cósmica. Apenas un punto azul pálido, flotando perdido en lo que de otro modo sería una oscuridad casi perfecta, nuestro planeta se desplaza víctima de ataduras gravitacionales, como una hoja arrastrada irremediablemente por el flujo del arroyo, poblada en secreto por seres diminutos. Qué parecido sería el gran escenario universal si nunca se hubiera formado el tercer planeta desde el Sol; qué similar sería el paseo de las lunas y los mundos, y las estrellas y las galaxias, si hubiese un cielo menos desde el cual apreciar los movimientos del cosmos. Hemos tenido la suerte más bondadosa, pues deben ser casi infinitas las historias nunca escritas de los mundos que jamás fueron.

Puede que parezca el resultado de esa concepción provincial y sesgada de una cierta especie de homínidos lampiños, pero – en el gran entramado de todo lo que existe – sí podríamos, sin sacrificar honestidad, otorgar una medida de importancia a ese pequeño mundo, aún en la distancia. No por las grandes ciudades, o los monumentos, o los palacios – estos son tan invisibles como un hormiguero en la escala de los astros. Tampoco son los discursos emotivos, o las victorias y derrotas ensalzadas de ejércitos casi idénticos, las que dejan su marca en el tiempo profundo del universo. Más bien, se trata de la química de la vida – esa hermosa configuración de átomos y moléculas que han despertado al universo – la que delata su existencia en los cambios sutiles de la luz que reflejamos al espacio.

Para un observador lejano, en algún otro rincón de la galaxia, puede que resulten indistinguibles nuestras transmisiones televisivas – diluidas enteramente en el ruido radioeléctrico del cosmos; así como también es probable que jamás lo alcance alguna de nuestras cápsulas del tiempo interestelar – las maravillosas naves Voyager que son testigos y vehículos de nuestros sueños de exploración. Pero si tal observador es agudo en su análisis, persistente en su mirada y paciente en su búsqueda, podría notar que esa luz azul tenue que percibe contiene la firma indiscutible de la biología: la espectrografía expone la química de los mundos habitados – las islas de consciencia flotando en el océano del espaciotiempo.

La vida se reconoce a sí misma, y en La Tierra no somos ajenos a esta visión. Por 4 años el telescopio espacial Kepler observó los cielos en busca de planetas como el nuestro: ni tan cerca ni tan lejos de su sol, de manera que el agua pueda existir en estado líquido permanente, sirviendo de medio para la formación de complejidad. Del análisis de la información que recabó se ha identificado al planeta “Kepler-186f”, justo en el sitio correcto, del tamaño de nuestro mundo – un primo de La Tierra, girando alrededor de otra estrella.

Ahora será la espectrografía la que hable. Analizando su luz, la posible presencia de procesos químicos biológicos se verá expuesta a la mirada de telescopios como el gigante E-ELT, actualmente en construcción en Chile, precisamente para estos propósitos.

Cualquiera sea el número de mundos habitados que existan entre las estrellas, lo cierto es que cada uno es único y preciado – inmensamente significativo frente al vacío y el silencio que dominan los caminos del cosmos.

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