Una ecuación aún más famosa

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Es la ecuación más famosa de la ciencia moderna, asociada fuertemente a la imagen de Albert Einstein, quien la formuló a principios del siglo 20 – “la energía es igual a la masa, multiplicada por la velocidad de la luz elevada al cuadrado” – y no es para menos. Esta pequeña afirmación – perfectamente demostrable en términos matemáticos y físicos – es la clave del mecanismo que permite a las estrellas brillar en el cielo: la fusión nuclear; una liberación progresiva de parte de la energía atrapada en la materia, en la forma de la luz y el calor que irradian trillones de soles alrededor del universo.

Es una ecuación que nos dice mucho sobre la realidad subyacente del cosmos, profundamente ligada a lo que somos, y a los lazos que nos unen con todo lo que existe. La materia es una forma de energía “condensada”, diferenciada tan solo por ser más propensa a interactuar con el campo de Higgs, que otorga masa a algunas partículas mientras ignora a otras. En el universo, todos somos configuraciones temporales de la misma energía liberada en el Big Bang; destellos de complejidad destinados a extinguirse frente al paso de las eras.

Aunque los detalles de esta equivalencia masa-energía fueron establecidos recientemente, los humanos hemos estado aprovechándola desde nuestra infancia tecnológica. Nuestros ancestros homínidos no lo habrían descrito así, pero cuando descubrieron el fuego – y comenzaron a usarlo para iluminar sus peligrosas noches – en realidad entendieron cómo liberar la energía que mantiene unidas a las moléculas de la madera que quemaban: la reacción química exotérmica que hoy llamamos “combustión”. Es un descubrimiento que ha dado para mucho: cientos de miles de años después, seguimos usándolo para proveer de energía a nuestra sociedad, y enviar naves a explorar los otros mundos de nuestro sistema solar.

Desafortunadamente, hemos llegado a un punto en el que sus limitaciones se hacen evidentes.

En un lanzamiento espacial típico, el 93% de la masa a levantar en el cohete viene dada por su propio combustible. Es una reacción tan poco eficiente que la mayor parte de la energía se invierte en cargarse a sí misma, finalmente sacando la nave a la órbita terrestre. El escenario es aún más complicado para alcanzar cualquier otro destino. Un viaje a la Luna puede hacerse en días, uno a Marte en meses o años, pero de allí en adelante un motor químico tardaría décadas en llevar exploradores al resto del sistema solar. Para realmente conocer el vecindario, necesitaremos aprovechar parte de la energía que mantiene unidos a los átomos.

A través de esta energía nuclear, podríamos acelerar naves a velocidades que nos permitan recorrer el sistema solar en horas, yendo de La Tierra a Marte tan rápido como si viajáramos en avión de México a Madrid.

Plenamente viable, pero aún las estrellas (incluso las más próximas) resultarían inaccesibles. Para alcanzarlas, requeriríamos aprovechar TODA la energía del átomo, chocándolo con un “anti-átomo” de carga opuesta. Así, un astronauta podría llegar en décadas a los sistemas solares cercanos, acelerando a una fracción significativa de la velocidad de la luz.

Para ir más lejos, en una vida humana, ya no hay energía que valga. Requeriríamos distorsionar el espacio mismo para recorrer la galaxia más rápido que la luz.

Esa es – claramente – una ecuación aún más famosa, que todavía espera por ser descubierta.

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