¿Por qué hay algo en vez de nada?

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“No pensar en nada” suena bastante complicado. Solemos asociar la frase con alguna práctica mística milenaria, perfeccionada durante toda una vida por monjes calvos en la cima de la montaña más alta e inaccesible. Por tu parte, tenías unos 9 años cuando te sentaste en posición de flor de loto por última vez, así que ni hablar de lanzarte ahora en una aventura de auto-descubrimiento por la campiña asiática, en búsqueda de una cascada debajo de la cual puedas meditar – percibiendo únicamente el sonido de tu respiración profunda, tu corazón reposado, y tus huesos rompiéndose por el esfuerzo inhumano de mantener la postura. No estarás alcanzando el nirvana ningún día cercano, pero siempre puedes colocarte tus audífonos un rato, y recordar el espíritu adolescente de una década que quedó atrás.

Esa sería una manera legítima de atacar el problema, pero está lejos de ser la única. Dependiendo de cómo lo leas, no pensar en “nada” puede convertirse en la tarea más sencilla que puedas concebir: solo piensa en “algo” –lo que sea– pues cualquier pensamiento será distinto de “la nada”. No tiene que ser útil, profundo, sarcástico o irónico. No tiene que ser serio, o pertinente. Ni siquiera tienes que esforzarte por hacerlo: el cerebro humano ha sido esculpido por la evolución para producir ideas de manera continua, casi con la misma autonomía con la que el corazón late sin descanso cada segundo de la vida. De nuestro control “consciente” depende tan solo la orientación de las mismas hacia la realidad, o la licencia para divagar sin rumbo por los mundos infinitos de la imaginación.

¿Por qué hay algo en vez de nada, dices? – Quizás porque no puedes dejar de pensar en ello.

Tan solo imaginar “la nada” es complicado. La mayoría, al intentar abordar el ejercicio, comienza a eliminar elementos del paisaje como quien intenta devolver un lienzo a su estado original disolviendo la pintura. Remueve el cielo, y la tierra; los animales, plantas, insectos y organismos microscópicos. Borra los planetas y las estrellas, la radiación y el polvo cósmico entre las galaxias. Deshazte hasta del último átomo, y que ningún fotón encuentre su camino hacia tus ojos.Piérdete en la oscuridad eterna. Allí, en el vacío más absoluto, presa de sentidos inútiles frente a la negrura abismal, habrás llegado a “la nada”, ¿no?

Podría ser. Desde la antigüedad, el vacío y la oscuridad han sido sinónimos de la nada para los seres humanos (contra esto luchaban los dioses en los distintos mitos de creación), pero a través de la ciencia moderna hemos descubierto una imagen muy diferente: el espacio vacío es “algo” – contiene energía. Experimentos ingeniosos han podido medir partículas surgiendo de la supuesta nada, aniquilándose a sí mismas en una fracción de segundo. Bien lo especificó la relatividad de Einstein: el espaciotiempo es una entidad cambiante.

Para alcanzar una “nada” real, nos vemos obligados a remover también el espacio y el tiempo de nuestro modelo. ¿Qué nos queda entonces? – Nada; pero si el comportamiento cuántico que hemos descubierto aún aplicara allí, no es inconcebible que universos pudieran surgir de manera espontánea, como lo hacen las partículas que medimos hoy en donde no debería haber ninguna.

Claro está, hacemos trampa, pues las reglas de la mecánica cuántica también son “algo”. Si somos realmente honestos, tendremos que ir más allá, y removerlas también de nuestro ejercicio. Sin materia ni energía, espacio, tiempo, o leyes de la física, solo queda la sopa de información plana, indistinguible, donde todo lo que es posible sucedió, sucede y sucederá simultáneamente; sin principio ni fin, existiendo tan solo porque lo contrario es imposible.

Comienza a doler un poco la cabeza. Al menos, cuando me pregunten qué tengo, la respuesta será clara:

Nada.

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