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Un punto azul pálido

Si un equipo de expertos astrónomos alienígenas, rebosantes de curiosidad y armados con telescopios de tecnología y alcance similares a los nuestros, se dispusiera a analizar una cierta estrella enana tipo G que brilla levemente en la distancia; y si ese astro lejano se tratara casualmente de nuestro propio Sol, ¿qué podrían aprender estos científicos sobre el tercer planeta que lo orbita? ¿Qué anuncios podrían hacer al mundo en una conferencia de prensa sobre los hallazgos más emocionantes de la ciencia exoplanetaria?

Si contaran con paciencia y una atención certera, ¿podrían acaso vernos desde su hogar más allá de las estrellas?

Mucho más cerca de casa, el Voyager 1 apenas había superado la órbita de Neptuno –viajando a unos 6 mil millones de kilómetros de La Tierra– cuando dio vuelta a sus cámaras para obtener una última fotografía de su planeta de origen. Un autorretrato icónico que el astrónomo Carl Sagan popularizaría como el “Punto Azul Pálido”: la muestra más evidente de lo diminuto, frágil y aislado que se presenta nuestro mundo frente el vacío infinito que lo rodea. Tan solo una mota de polvo, flotando en un rayo de luz. Si somos sinceros, ni siquiera eso. De no ser por el acercamiento intencional que la imagen hace sobre nuestro hogar, y el efecto afortunado del brillo que lo resalta, es probable que la persona promedio no pudiese identificar que está en la fotografía; tan pequeño es el mundo entero, que todos compartimos por un instante cósmico.

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NASA – Fotografía “Punto Azul Pálido”

Desde esta perspectiva, incluso el Sol se convierte en un punto de luz tenue, aunque todavía nos encontremos dentro de su dominio gravitatorio. Si nos continuáramos alejando con el Voyager –hoy a más de 20 mil millones de kilómetros de distancia– la estrella que posibilita la vida en La Tierra no haría más que seguir disminuyendo a nuestras espaldas, perdiéndose irremediablemente en el manto de una noche sin final, tan inalcanzable como el resto. Nadie entre nosotros te culparía si, con el tiempo y la monotonía, eventualmente olvidas por qué era especial ese lucero y no los otros, o de dónde partiste en primer lugar. Puede que incluso ya no importe. Está claro que cada estrella es una historia particular, con planetas y cometas y lunas sin nombre que dan vueltas forzadas por el tejido maleable del espaciotiempo. De entre todas ellas, ¿por qué sería distinta esa enana clase G?

¿Qué secretos esconde su luz blanca sobre los mundos invisibles que la rodean?

La especie soñadora

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NASA – Ilustración artística de Trappist-1

Nuestros científicos extraterrestres tienen un reto significativo entre manos (o el apéndice que su evolución haya favorecido), pues los años-luz no son amables con la información que pretenda atravesarlos. Como primera barrera para que nuestro planeta pueda ser detectado a estas distancias tan terribles, es requisito que su órbita esté fortuitamente alineada con el sistema desde el cual los aliens nos observan, de tal forma que la luz que capturen se vea eclipsada periódicamente por nuestro paso. Con mucha suerte y constancia, mediante este método del tránsito, podrían concluir eventualmente que el Sol cuenta con al menos ocho planetas girando en un disco plano, cuatro de los cuales parecen ser gigantes gaseosos o de hielo en la zona exterior –delatados por su gran tamaño y masa– mientras que los cuatro internos dan la impresión de ser pequeños y de composición rocosa. Finalmente, para maravilla de los asistentes al evento, el equipo afirmaría que tres de estos nuevos mundos –denominados Xiblitzs V,T y M, respectivamente– están en la “zona habitable” de su estrella, recibiendo la cantidad de energía apropiada para que perduren océanos de agua líquida en sus superficies. Si se atrevieran a continuar especulando, sin duda jugarían también con la posibilidad de que la vida pudiera haberse forjado un camino en alguno de estos planetas o sus lunas.

Quizá no estén solos en el universo después de todo”.

De inmediato, la emoción recorrería el recinto como una corriente eléctrica, pero es seguro que no todos los espectadores estarían felizmente convencidos. Una estrella de este tipo genera mucha radiación ultravioleta –denunciarían algunos con escepticismo– que fácilmente podría freír cualquier tipo de biósfera primitiva en los planetas más cercanos. Así mismo, sería posible que la concentración de gases en cada uno fuese totalmente nociva para la vida basada en carbono, de la cual ellos son un ejemplo y consideran más probable. Inescapablemente, su comunidad científica exigiría un número de observaciones adicionales para determinar si uno de estos mundos es verdaderamente habitable.

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Universidad de Cornell – Ilustración de la zona habitable del Sol

Lejos de sentirse desanimados por la crítica, nuestros astrónomos espaciales procederían a ejecutar un análisis espectroscópico de la luz recibida, para determinar qué compuestos obstaculizaron el paso de los fotones en las atmósferas de estos exoplanetas, dejando una firma química inconfundible en la longitud de onda resultante. A través de esta técnica, notarían de inmediato que Xiblitzs V, tristemente, no promete demasiado en lo relativo a la biología, pues su alta concentración de dióxido de carbono es indicativa de un mundo en llamas, donde ninguna criatura conocida podría sobrevivir. Xiblitzs M, por su parte, también exhibiría una atmósfera dominada por el dióxido de carbono, pero con vapor de agua apareciendo en los sensores por temporadas, así como una pequeña pero persistente cantidad de metano. Estos son compuestos que ofrecen la más ligera esperanza de que pudiese haber allí alguna forma de vida, sin embargo, no se cuenta con suficiente información para asegurarlo por completo. El metano podría ser producido por microorganismos, pero también por varios procesos abióticos que nada tienen que ver con la vida.

Es en Xiblitzs T, el tercer planeta de este extraordinario sistema solar, que nuestros disciplinados investigadores darían al fin con el premio mayor: nitrógeno, oxígeno, agua, dióxido de carbono, y también un poco de metano, se agitan en proporciones interesantes en la atmósfera azulada de este sitio tan remoto. Evidentemente, el oxígeno les parecería particularmente importante en este escenario, tratándose de un gas altamente propenso a reaccionar, que demanda una renovación continua para no ser consumido en poco tiempo. Su presencia podría ser el resultado de bacterias fotosintéticas –propondrían emocionados– que usan la energía solar para procesar dióxido de carbono, y han terminado inundando su mundo de oxígeno en el curso de miles de millones de años. Más aún, esos rayos ultravioleta que los críticos citaban como enemigos de la vida, probablemente estarían interactuando con el oxígeno, creando un escudo de ozono en las capas superiores de la atmósfera y filtrando los efectos más nocivos de la radiación.

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NASA – La Tierra desde la Estación Espacial Internacional

Aunque se les dificulte aceptarlo al principio, la conclusión sería innegable: por primera vez, habrían encontrado indicios sólidos de vida fuera de su sistema solar, y el siguiente paso no podría estar más claro. Esperanzados por encontrar una inteligencia con la cual intercambiar conocimiento, nuestros adorables científicos extraterrestres apuntarían sus radiotelescopios hacia este nuevo sistema, buscando una señal, preguntándose si serán solo las bacterias, o si habrá también mentes conscientes habitando ese lejano punto azul.

Su respuesta, evidentemente, va camino a ellos a la velocidad de la luz, dondequiera que se encuentren; y a los humanos solo nos queda esperar que quien la reciba nos comprenda, en toda nuestra imperfección, viendo en nosotros a la especie soñadora que indudablemente somos.

Una infinidad de mundos

Carl Sagan se enamoró de la fotografía del “punto azul pálido” y –como toda persona enamorada– decidió gritarlo al mundo a principios de la década de los 90, publicando un libro que comparte el espectacular nombre en el año 1994. En esta obra, solo el último de los capítulos –titulado “De puntillas por la Vía Láctea”– dedica una porción a reflexionar sobre lo que los humanos pudiésemos encontrar al aventurarnos hacia otros sistemas solares, separados por los años-luz de nuestro propio hogar en el espacio. Esto fue, obviamente, intencional; el motivo del libro era exponer la importancia y beneficios de la exploración de nuestro propio vecindario planetario, y no lo que había más allá. Aún así, debemos admitir que realmente no había mucho qué precisar con respecto a los exoplanetas, aunque lo hubiese querido. En ese momento, hace poco más de 20 años, apenas se empezaba a sondear la posibilidad de que hubiese planetas estables alrededor de otras estrellas, ninguna de las cuales era –hasta ese entonces– parecida de alguna forma a nuestro Sol. Por fortuna, no tendríamos que esperar demasiado. El año siguiente de la publicación del maravilloso libro de Sagan, se detectaría el primer exoplaneta alrededor de una estrella tipo G: un gigante gaseoso flotando muy cerca de 51-Pegasi (también llamada Helvetios), a 50 años-luz de La Tierra. Si bien este no era precisamente un destino ideal de vacación, resultó ser la primera evidencia confirmada de que Giordano Bruno no estaba totalmente equivocado, cuando fue a la hoguera defendiendo que vivíamos en un universo sin límites y que “en él hay una infinidad de mundos iguales al nuestro”.

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Observatorio Las Cumbres – Velocidad Radial

Estos primeros planetas fueron encontrados porque ejercían una influencia gravitacional medible sobre la estrella que orbitaban, meciéndola de un lado a otro a medida que se movían en sus cercanías. No demasiado, por supuesto, pero sí lo suficiente para notar claramente su presencia. Era un método efectivo de búsqueda, pero introducía un sesgo implícito en el proceso: si un objeto no era suficientemente masivo (y próximo) para afectar visiblemente a su estrella, permanecería indetectable a nuestros telescopios. Igualmente problemático era tener que esperar varias órbitas del mundo en cuestión para poder confirmar su existencia, asegurándonos de que este baile gravitatorio siguiese efectivamente un patrón regular. En consecuencia, es bastante más sencillo ubicar los planetas cercanos a su estrella, que transitan muy rápidamente, que aquellos distantes que requieren cientos de años para completar tan solo una vuelta; una complicación con la que aún debemos lidiar en la actualidad.

Así, la gran mayoría de los exoplanetas iniciales resultaron ser “Júpiters calientes” girando velozmente cerca de sus soles, que pese a ser interesantes desde el punto de vista de la formación y migración planetaria, nunca resultaron enteramente satisfactorios para nuestra curiosidad interestelar. Como nuestros extraterrestres imaginarios, los astrónomos terrestres lanzan la mirada hacia las estrellas para aprender sobre la historia, mecanismos, oportunidades y riesgos del universo que habitamos, pero también con la meta implícita de hallar algún día otra Tierra flotando en el vacío. La vida busca vida, quizá para no sentirse tan sola y vulnerable, asediada por la oscuridad.

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Editorial Planeta – Portada Un Punto Azul Pálido

Eventualmente, finalizando el milenio, planetas más pequeños y variados comenzaron a aparecer, ante la refinación continua de nuestras herramientas y metodologías. No pasó mucho tiempo para que notáramos que algunos objetos podían eclipsar un poco (alrededor del 0.6%) de la luz que recibimos de sus estrellas, siempre que el plano de su trayectoria estuviera en línea con nuestros telescopios. Solo entonces entraron en escena las “Supertierras”, con tamaños que oscilan entre el de Neptuno y el de nuestro mundo, culminando en la detección de los primeros planetas parecidos a La Tierra: mundos rocosos en la zona habitable de estrellas similares. A partir de estos descubrimientos, se ha podido estimar que probablemente existen unos 11 mil millones de mundos como el nuestro en la Vía Láctea, solo contando estrellas como el Sol, significativamente más que todos los humanos vivos actualmente.

Como sabemos, Sagan murió apenas dos años después de publicar el “Punto azul pálido”, justo antes de que la ciencia nos permitiera comenzar a disfrutar de esta bonanza planetaria. Hoy, con más de 3,500 mundos detectados y en aumento constante, La Tierra luce aún más especial en la distancia de su fotografía, como un registro consciente de la diversidad del cosmos, la fragilidad de la vida, y lo que pueden lograr los átomos si tan solo se les da algo de tiempo.

Soles de bolsillo

Las estrellas enanas tipo G en secuencia principal, como la que domina inequívocamente nuestro cielo, representan alrededor del 10% de todas las que vemos brillar en el firmamento. Esta es una clasificación basada en su luminosidad y temperatura, que nos ayuda a entender su jerarquía relativa en el panteón de los astros. Naturalmente, no existe controversia en denominar al Sol como una “enana” al compararla con estrellas del calibre de VY Canis Majoris, o incluso la muchísimo más pequeña Aldebarán, pues ambas alcanzan tamaños incomprensibles que fácilmente abarcarían la extensión completa de nuestro sistema solar. No obstante, sería un error desestimar a nuestro humilde Sol por completo: su brillo es superior al 90% del resto de las estrellas en la Vía Láctea. Esto se debe a que la mayor parte de las estrellas en nuestra galaxia, y probablemente en el universo, son enanas rojas tipo M –algo de esperarse, ya que requieren bastante menos material para su formación– siendo no mucho más grandes que el planeta Júpiter. Estas son estrellas que apenas lo lograron, acumulando justo la cantidad de hidrógeno necesario para iniciar la fusión nuclear, escapando así del destino frío e inerte de las enanas marrones. Son verdaderamente una mayoría apabullante: alrededor del 73% de las estrellas que observamos encajan perfectamente en este conjunto. Al ser tan numerosas, representan un objetivo valioso en la búsqueda de planetas habitables, pues si tan solo una de cada cinco de ellas fuese huésped de una “Tierra”, nuestra estimación se elevaría de 11 a unos 40 mil millones de posibles islas de consciencia.

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Comparativa de tamaños de planetas y estrellas

El principal obstáculo para imaginar la vida en los sistemas de enanas rojas es la poca luminosidad y temperatura que caracteriza a estas estrellas. Un planeta a la distancia que separa a La Tierra del Sol estaría absolutamente congelado si orbitara uno de estos soles de bolsillo, a menos que una serie de factores como el calentamiento atmosférico y el volcanismo le ayuden a mantener la temperatura. Para que uno de estos mundos pueda aprovechar realmente el calor de su estrella, tendrían que estar mucho más cerca, dentro de una zona habitable que luciría como un cinturón alrededor de un reactor nuclear, exponiéndolos a una cantidad nada despreciable de rayos X. Un escenario no muy amigable con las moléculas orgánicas. Esto sería especialmente cierto durante la juventud violenta de la estrella, en la cual es particularmente activa en esta frecuencia del espectro electromagnético. Cualquier planeta formándose al mismo tiempo, lo suficientemente próximo para existir en la zona habitable, sería bombardeado por partículas mucho más energéticas que cualquier proyectil que los humanos hayamos concebido en todas nuestras guerras. Por otra parte, mundos que se hayan formado un poco más lejos, para luego migrar hacia las regiones internas del sistema, podrían tener una oportunidad de asentarse alrededor de un astro estable y responsable, que brillará suavemente hasta el final mismo del universo. Se trata de una ventaja adicional de las estrellas pequeñas: el combustible de hidrógeno les durará miles de veces más que a nuestro Sol.

Cualquiera sea el destino más remoto del cosmos, cuando la eternidad haya pasado y el tiempo esté por ahogarse en un océano de oscuridad absoluta, es concebible que sean algunas pocas enanas rojas las que aún brillen en el vacío; refugios finales para quienes tengan el privilegio de observar el último atardecer.

Habitantes del cosmos

En mayo del 2016, un equipo de investigadores usando el Telescopio Pequeño para Planetas y Planetesimales en Tránsito (o TRAPPIST por su acrónimo en inglés), encontró una enana roja ultra-fría a 40 años luz que llamó poderosamente su atención. En ella, orbitaban tres planetas del tamaño de La Tierra, delatados por la disminución periódica de la luz. Un hallazgo fabuloso en sí mismo, que a principios del 2017 fue complementado de forma inesperada: no son tres sino siete los mundos que componen este sistema solar –como pudo confirmarse mediante el telescopio espacial Spitzer y varios otros– todos muy similares al nuestro en tamaño y composición. Tres de ellos ocupan cómodamente la zona habitable de su sol. Desde luego, siendo esta una estrella diminuta con apenas el 8% de una masa solar, todos estos planetas giran necesariamente cerca, a solo un 1% de la distancia promedio de la órbita terrestre, ni siquiera alcanzando la de Mercurio, que solemos asociar con la proximidad extrema al Sol.

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NASA – Posible aspecto de los planetas de Trappist-1

En estos mundos, el sol luciría inmenso pero amable en el cielo, ocupando siempre la misma posición debido al acoplamiento gravitatorio típico de este tipo de sistemas. Así como la Luna lo hace con respecto a La Tierra, estos planetas mostrarían siempre la misma cara al sol, hirviendo en el lado diurno mientras su noche eterna se congela, a menos que posean una atmósfera que distribuya el calor por todo el globo. Este sol perenne solo se vería eclipsado parcialmente por el paso momentáneo de los planetas vecinos, mostrando facciones geológicas que podrían distinguirse a simple vista. Un espectáculo digno de la mejor historia de ciencia ficción, sucediendo en el universo real, al alcance de nuestros telescopios.

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NASA – Posible superficie de un planeta en Trappist 1

La pregunta es por supuesto inevitable para quienes vemos las estrellas e imaginamos activamente sobre ellas, ¿podría la vida haberse formado en alguno de estos mundos? Y de ser así, ¿estarán todos poblados por los mismos seres, que natural o artificialmente hayan logrado colonizarlos con el paso del tiempo, o habrá producido cada planeta su propia versión del drama de Darwin? La escasa separación entre ellos invita a la especulación, cuando consideramos que un pesado viaje de meses separa a La Tierra de Marte, mientras que solo unos pocos días permitirían transitar entre los mundos de Trappist-1. Si una bacteria pudiese haber sobrevivido a la travesía en nuestro sistema solar, ¿cómo no ponderar que algunos de estos exoplanetas compartan una biósfera y herencia común? ¿Cómo no soñar con un ser que observe las luces de una ciudad alienígena cruzando su cielo, pensando algún día en visitarla?

Siguiendo el ejemplo de nuestros astrónomos extraterrestres imaginarios, con los que vivimos un descubrimiento similar, es importante no soltar inocentemente las riendas de nuestra emoción. Hasta que no hagamos un análisis espectroscópico de los gases presentes, posibilitado por telescopios como el Hubble y sobre todo el futuro James Webb, a ser lanzado en el 2018, no podremos decir nada con certeza sobre las condiciones en estos planetas. Incluso si se encuentran “biomarcadores” –como el oxígeno y el metano– esto solo representaría una evidencia circunstancial a favor de la vida, pero no una confirmación total, pues hay procesos químicos que también pudiesen producirlos por momentos. Solo un estudio continuo por años de sus condiciones atmosféricas podrá convencernos de que algo efectivamente vive bajo esos cielos. Visitarlos, desgraciadamente, está bastante fuera de nuestro alcance por el futuro previsible. 40 años-luz son unos 800 mil años de trayecto a bordo de la Nuevos Horizontes, una de nuestras naves más rápidas, capaz de alcanzar la Luna en pocas horas y Plutón luego de 9 años de viaje. Incluso el microcomputador interestelar propuesto por Stephen Hawking, que en teoría podría alcanzar un 20% de la velocidad de la luz impulsado por láseres desde La Tierra, pasaría unos 200 años viajando hasta Trappist-1, sin posibilidad de frenar a su llegada.

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NASA – Poster turístico de Trappist-1

Por lo pronto, ya desde el año pasado los radiotelescopios de SETI han estado apuntando en esta dirección, para verificar la posibilidad de que existan transmisiones tecnológicas emanando de la estrella, pero hasta ahora solo han captado el ruido que sabemos domina las avenidas del cosmos. Debemos considerar que este es un sistema solar relativamente joven, con un sol que no aparenta más de unos 500 o 1000 millones de años de edad. Un infante, en comparación con nuestros 4,600 millones de años de historia. Incluso si determinamos que no pareciera haber vida actualmente en sus mundos, ¿quién puede afirmar con seguridad que no surgirá eventualmente en alguno? ¿Quién se atrevería a predecir el futuro de Trappist-1 cuando su edad alcance el otro extremo de la eternidad?

Más allá de lo que encontremos en ellos, ahora o con el paso de las generaciones, reconozcamos que siete planetas rocosos en un único sistema solar representan una promesa. Es la manera del universo de decirnos que no debemos flaquear en nuestra búsqueda, pues este punto azul pálido probablemente no está tan solo, flotando en un rayo de luz.

La Tierra es parte de una infinita familia planetaria, y nosotros con ella, los habitantes del cosmos.

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2 Comentarios
  1. listz dice

    Amo la forma en que se dicen estas cosas, parece poesia y me deja con la puerta abierta a la imaginación.

  2. Argenis Gimènez dice

    El tiempo no es lineal y no somos los primeros ni los ùltimos.

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