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La gaviota argéntea es una aparición común en las playas frías del norte de Europa, donde puede vérseles volando en grandes grupos, cazando pequeños peces en la costa o migrando a las zonas escarpadas en las que anidan una vez al año. Si lográramos acercarnos a uno de estos nidos sin provocar la ira de los padres correspondientes, encontraríamos un puñado de huevos café con manchas negras muy juntos, albergando a la siguiente generación de estas hermosas y ruidosas aves. Sin duda, la gaviota siente una necesidad instintiva muy poderosa que la motiva a construir el mejor nido con los mejores materiales, y a empollar con la mayor dedicación a los portadores de su línea genética.

No es una travesura que recomendaría en la vida real, pero si nos dejáramos llevar hipotéticamente por la curiosidad más perversa, y colocáramos disimuladamente un huevo de color rojo entre los otros del nido, la desafortunada ave que hayamos elegido sufriría una verdadera crisis existencial al regresar. Un corto circuito que avergonzaría a la peor de nuestras disonancias cognitivas sucedería en ese momento en su cerebro, con la forma oval del huevo activando su instinto de cuidar y empollar al invasor, pero su color rojo inspirando una necesidad incontrolable de agredir y atacar. La pobre gaviota se volvería totalmente loca ante este escenario, agitándose descontroladamente, posiblemente destruyendo todos sus huevos y nido como resultado.

Espero que estén satisfechos…

El problema que presenta la víctima de nuestra travesura es que su cerebro está ejecutando dos “programas” mutuamente excluyentes de manera simultánea, sin que exista en ella un “director de orquesta” que le permita arbitrar entre los dos. El producto de esto, tan disonante como uno esperaría, es que estas “rutinas zombie” –como las define el neurocientífico David Eagleman– se enfrentan una a la otra inconscientemente por dominio del organismo, que se encuentra ahora en una violenta guerra consigo mismo.

Si acaso tiene un rol evidente la “consciencia” a nivel evolutivo, desde la experiencia profunda y rica que disfrutamos (y sufrimos) los seres humanos hasta las versiones más simples que podemos observar en el reino animal, es la existencia de un “meta-proceso” mental, capaz de regular las subrutinas de nuestro cerebro y adaptarlas a cada contexto, generando una sinfonía de comportamientos que son mayoritariamente coherentes, y en beneficio general del organismo y su descendencia dada la información con la que cuenta.

Claro está que es difícil medir los distintos “niveles de consciencia” que son posibles, dado que cada uno de nosotros solo puede experimentar la propia, y no existen indicadores externos que podamos usar de manera objetiva para cuantificar las de otros individuos, pero considerarla una característica binaria –se tiene consciencia o no se tiene– probablemente es un error; uno en el que comúnmente incurrimos al considerar la experiencia interna de los animales.

Todos los seres vivos, desde las bacterias más simples en adelante, contamos con subrutinas automáticas impresas en nuestro ADN, producidas accidentada pero certeramente por miles de millones de años de ensayo y error evolutivo. El sistema nervioso centralizado en el cerebro animal solo ha acrecentado aún más nuestra capacidad para ejecutar y alternar comportamientos programados de acuerdo a las circunstancias. Visto así, es sencillo comprender como una capa superior de “consciencia” es tan solo el siguiente paso evolutivo en esa escala. La evolución no solo aplica al “hardware” de nuestros cuerpos, también al “software” de nuestras mentes, y sus cambios se producen de manera gradual en ambos casos.

¿Es “consciente” la gaviota de lo que acaba de suceder, una vez terminado el drama del huevo rojo? Probablemente no, pero eso no implica que el ave no se encuentre en la escala de lo que podríamos llamar “grados de consciencia”, con un pequeño director equipado para lidiar con el conflicto de ciertas subrutinas específicas en su mente. En general, mientras más “intelectualmente flexible” sea una forma de vida, mientras más separado parezca su comportamiento del estímulo inicial bruto que lo originó, más cerca podremos decir que se encuentra de la experiencia general humana, lo cual nos coloca a todos en una misma progresión en el árbol frondoso de la vida en La Tierra. Esto es especialmente cierto al considerar que las “rutinas zombies” no desaparecen o son realmente sustituidas por la mente compleja, sino que estas se integran y complementan para garantizar nuestra supervivencia y eficiencia en el uso de energía. Así, nadie necesita invertir recursos en pensar sobre la posibilidad de retirar la mano del fuego, y tampoco el músico requiere pensar en la posición de sus dedos al interpretar con un instrumento en el que ha estado practicando toda su vida. Tanto innatas como aprendidas, las rutinas zombies continúan siendo parte de nuestro kit de herramientas conductuales.

Esta clase de hermandad cognitiva es una que los humanos deberíamos tener en cuenta en nuestras interacciones con otras formas de vida y, supongo que especialmente, entre nosotros mismos. No podemos experimentar lo que es “ser” algo que no somos, pero podemos intentar comprender, escuchar y observar, para extender nuestra propia consciencia a través de la experiencia compartida, y tal vez llegar colectiva e individualmente a “ser más” de lo que somos.

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