Siempre me ha parecido que hay algo profundamente simbólico en la acción de observarnos – y reconocernos – en el espejo. Esto va más allá de la famosa prueba de consciencia a la que sometemos a los animales, midiendo si son capaces de reconocer su reflejo como una proyección de si mismos (varios primates y especies de delfines pueden hacer esto, demostrando que tienen un concepto de “yo” similar al que desarrolla el cerebro humano en la infancia temprana – cuando el niño logra reconocer su reflejo). El simbolismo del que hablo es algo más significativo que poder diferenciar nuestro propio “ser” del entorno que nos rodea, y quizá queda aún mejor expresado si hacemos un acercamiento en nuestro reflejo, como solemos hacerlo en nuestro viaje matutino al baño, y observamos con atención la estructura de nuestro ojo.
Nuestro lente natural no produce la suficiente calidad de imagen como para apreciar los filamentos internos que nos muestra esta fotografía; pero aún así, los invito a que indaguen – la próxima vez que les sea oportuno – en la significancia de que ese ojo pueda “verse”; que la estructura que nos permite ver el mundo, por más limitada que sea, pueda apreciarse a si misma: su forma, su color, sus virtudes y defectos.
Los ojos, con toda su complejidad, son aparatos biológicos que entendemos bastante bien: sabemos cómo funcionan con gran precisión, los podemos corregir externa e internamente, e incluso sabemos cómo se formaron evolutivamente a partir de membranas sensibles a la luz en organismos primitivos. Pero hay algo adicional que hace notables a los ojos, y es que son la parte del cuerpo que más asociamos a la consciencia (incluso más que el cerebro que efectivamente la genera). La evolución le ha dado una función secundaria a nuestro aparato visual: la de expresar emociones. Por eso la fuerte ilusión de que los ojos son “la ventana al alma”. Creemos reconocer una entidad oculta cuando vemos profundamente en los ojos de otro individuo; nos parece que podemos leer pensamientos e ideas que no han encontrado expresión verbal.
Lo que en realidad sucede es que los humanos hemos estado comunicándonos desde hace mucho antes de que inventáramos el lenguaje, y la naturaleza seleccionó esos rostros que lograban comunicar mejor sus intenciones y preocupaciones al grupo, sin mediar palabras. Considero realmente valioso tener esta capacidad para aprender sobre nosotros mismos, dedicando un momento para perdernos en nuestra propia mirada. Los invito a intentarlo y a ponderar lo que “ven”.