Una especie joven

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Nuestra especie promete mucho. Si analizamos la historia de los seres humanos en este remoto planeta – durante sus muchas vueltas alrededor de una estrella modesta en la esquina exterior de la Vía Láctea – encontraremos un patrón de superación que fácilmente nos dirige al optimismo. Era tan probable que algo saliera mal en ese camino. Que La Tierra se formara en el lugar incorrecto y no mantuviese agua líquida, que no tuviera los materiales necesarios para la vida, que ese meteoro no hubiese reseteado el ecosistema hace 65 millones de años. Tantas cosas antes de siquiera haber comenzado a existir como especie. En esos inicios, qué sencillo es imaginar que el tigre dientes de sable nos ganara la pelea, o que la durísima era de hielo hubiese congelado a todos nuestros ancestros. Sin embargo, en contra de todas las probabilidades, estamos aquí, el resultado de un viaje inimaginable a través de las larguísimas épocas de La Tierra, en el umbral de un nuevo inicio.

Nuestra especie promete mucho, pero poco nos costaría dejar todas esas promesas sin cumplir. Si acaso somos una buena muestra del desarrollo estándar de las civilizaciones técnicas en el universo, no es difícil visualizar que muchas pasen por esta etapa cumbre: los poderes de la tecnología, capaces de destruir por completo el planeta, en manos de una especie que aún no madura al punto de poder manejarlos responsablemente. La capacidad de erradicar toda la vida compleja en La Tierra (al menos todo lo que depende de la energía solar), a merced de la presión de un botón, por “líderes” de naciones que juegan con una cantidad incontable de vidas. Todo por defender sus verdades absolutas, totales y definitivas, reveladas por mártires o próceres que solo nos atan a la visión primitiva del pasado. Si no hacemos nada, bien podrían ser los cráteres y el invierno nuclear la única indicación de que estuvimos aquí; una especie más que no logró superar la prueba de inteligencia que le permitiría sobrevivir y expandirse por las estrellas.

Necesitamos más ciencia, no solo en el laboratorio, sino en la calle y, sobre todo, en las escuelas; con ella viene el conocimiento de que la verdad es relativa, fragmentaria, provisional, siempre sujeta a correcciones y rectificaciones. Oiríamos entonces a la naturaleza gritar que todos somos familia, y que estamos juntos en este oasis pequeño y frágil en la inmensidad del vacío. Cuando todos entendamos la manera en la que realmente funciona el universo – con sus hechos y misterios – cuando seamos capaces de rechazar dogmas e ideologías contrarios a la evidencia, puede que nos demos cuenta finalmente de que evitar la guerra no sería tan difícil: solo tendríamos que invertir todo el dinero que usamos en armas, o en esparcir dogmas, en alimentar, vestir y educar a todos los pobres del planeta, sin excluir a una sola persona. Sin duda, sería una menor inversión de dinero, y de allí en adelante podríamos dedicarnos a explorar el espacio, juntos.

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