Como bien deben saber la mayoría de nuestros lectores asiduos, no soy creyente. A pesar de haber sido criado inmerso en ellas, no encuentro particularmente atractivas las afirmaciones religiosas; la idea de dioses, demonios, ángeles, vírgenes, o alguna otra de las imágenes típicas de la mitología cristiana – y sus múltiples variaciones. Sin embargo, a diferencia de muchos de mis amigos ateos/agnósticos, no suelo sentir la necesidad de debatir con los creyentes sobre los méritos de su religión, o la improbabilidad de la existencia de su dios específico. En la mayoría de los casos, supongo, no tengo la energía para iniciar la conversación (aunque no soy tímido cuando siento que la razón está siendo directamente atacada). Cada quien es libre de creer lo que “quiera”, y aunque pienso que cualquier creencia no basada en evidencia es negativa, las dejo pasar cuando no percibo que interfieran activamente con la investigación honesta sobre las elusivas verdades del universo, y sus aplicaciones sociales.
Cuando si lo hacen, es donde trazo la línea de la tolerancia.
Todos estamos de acuerdo con el hecho de que el cosmos es impensablemente grande; sus misterios a primera vista estúpidamente inaccesibles. La pregunta es, ¿qué hacemos ante ese reto gigante que representa la búsqueda de conocimiento? La ciencia te dirá que solo nos queda investigar, disciplinada y tercamente, tratando de (como bien lo puso Feynman) pelar una a una las capas de preguntas – aunque terminen siendo infinitas. Algunas personas religiosas (no me atrevo a especular sobre la proporción) te dirán que no hace falta; pues ya todas las respuestas fueron reveladas en un libro antiguo escrito por hombres primitivos que – muy literalmente – no sabían ni dónde estaban parados (y digo “hombres” porque admitámoslo: ninguna mujer escribiría eso). Para mi, esta actitud – que tan comúnmente se disfraza de humildad – no es más que una muestra salvaje de arrogancia: “El universo fue creado para mí; me lo dijo el mismísimo creador”.
Por supuesto, ningún ateo puede decir que un dios particular no existe; ni el dios cristiano, ni Thor, ni Zeus, ni ningún otro. Y no estoy en el negocio de tratar de convencer a la gente de ello; pero si denuncio cuando veo que se trata de desvirtuar el proceso científico diciendo que “la ciencia no tiene todas las respuestas” o “la ciencia no puede decirnos cómo inicio el universo” o algún otro elemento en la frontera de nuestro conocimiento. Los creyentes son libres de defender su creencia como prefieran, pero deberían mantenerse alejados de afirmar que su dios existe porque no sabemos algo. De ser así, dios queda revelado como el simple recurso para llenar el agujero de la ignorancia antes de tiempo, usado solo por aquellos que creen ser tan listos que afirman “¡si yo no lo se, y nadie lo sabe en la actualidad, nunca nacerá alguien que pueda resolver este misterio!”. Una afirmación débil, por llamarla de alguna forma.
La humildad real es reconocer que no tenemos las respuestas, ni han sido reveladas a nadie. Estamos solos en esta roca maravillosamente azul, dependiendo solo de nuestro ingenio para entender el universo. Simplemente, la respuesta para muchos temas es “no sabemos”, por más terrorífico que pueda parecer para algunos. Al final, solo nos queda seguir explorando, y tratando de entender, con una mente abierta y mucha disciplina, lo que esconde el infinito.
No dejen que nadie les imponga nunca una respuesta fácil y adelantada.
“Las afirmaciones extraordinarias, requieren evidencia extraordinaria”