Para un niño, pocas cosas son tan fascinantes como lanzar una simple roca. La cantidad de juegos – la mayoría peligrosos – que nos inventamos cuando descubrimos la “honda” (en mi país le decimos “china”, por alguna razón), es inconmensurable. Incluso de adultos, hay algo relajante en estar de pie, a la orilla de una playa o lago tranquilo, tomar una roca de la orilla y lanzarla hacia el agua, viendo qué tan lejos llega nuestro modesto esfuerzo. Quizá no salpica mucha agua, ni llega muy lejos la onda que hemos generado en su superficie, pero algo dentro de nosotros se siente satisfecho al sumar un poco de nuestra energía cinética al paisaje. Es una manifestación de que estamos aquí, por más pequeños que podamos ser.
Por supuesto, nadie espera ver la típica forma de hongo de una explosión nuclear como resultado de lanzar una piedra al mar, por más fuerza que le imprimas a tu lanzamiento grande liga. Una bomba nuclear logra ese reconocido efecto porque fusiona núcleos de átomos a altísimas velocidades, logrando que buena parte de la materia involucrada en la reacción sea liberada en forma de la luz y calor que normalmente asociamos a la explosión. Todo de acuerdo a la ecuación más famosa del mundo: “E=mc2”. Desde nuestra perspectiva se trata de un evento terrible y destructivo (sobre todo considerando la causa usual de que lo presenciemos), pero incluso esa explosión es algo relativamente trivial para el universo.
El Sol se mantiene “encendido” a base de explosiones nucleares que ponen en pena a la más poderosa de las bombas atómicas construidas por los humanos. En un segundo, el Sol produce tanta energía como 6 millones de millones de bombas como la de Hiroshima explotando simultáneamente – léase bien: cada segundo. Las reacciones nucleares definitivamente no son cosa de juego, pero no es la única manera en la que el cosmos pone en perspectiva los esfuerzos humanos. Un buen ejemplo es esa roca que lanzamos con toda nuestra fuerza al mar. El sistema solar está lleno de residuos de su formación, en la forma de asteroides y meteoroides (rocas de distintos tamaños). El vacío del espacio le ha permitido a muchos de estos fragmentos de roca – grandes y pequeños – alcanzar velocidades realmente espectaculares. Aunque a primera vista parezca poco probable que tengamos la mala suerte de que nos impacte una piedra en el gigantesco vacío entre los planetas, en realidad estamos hablando de uno de los mayores peligros de enviar una tripulación a Marte. Una piedrita de un centímetro de ancho, acelerada a unos 25 mil km/h (una velocidad trivial en el sistema solar) haría un hueco en una nave como si le hubieran disparado con una escopeta. Esto ya ha sucedido en paneles solares de naves en órbita alrededor de La Tierra.
Aumenta esa velocidad a siquiera el 10% de la de la luz, y hasta un grano de arena tendría la energía necesaria para destruir por completo un vehículo espacial – arrojado suficientemente rápido, cualquier objeto es una bomba nuclear en potencia. Afortunadamente, no es una ocurrencia común que las naves sean impactadas, y existen gomas absorbentes que pueden salvar la misión de golpes no tan energéticos. Aun así, el espacio es un sitio peligroso y sorprendente, que nos enseña de humildad a cada paso de nuestra carrera tecnológica. Es un océano cósmico al que no le faltan tempestades, y explorarlo requerirá de todo nuestro ingenio.