Indudablemente, hay una cierta ironía involucrada en que el “combustible experimental” del LHC – esos protones que acelera a 99,999999% de la velocidad de la luz para luego colisionarlos unos contra otros – salgan de un tanque tan humilde de hidrógeno como el que ven en la imagen. Algo en nosotros lucha, de inicio, con la idea. El sentido común nos llevaría a pensar que la máquina más grande y compleja construida hasta el momento por la especie humana requeriría algún tipo de químico súper especial, mantenido en tanques enormes, con ingenieros pegados a los sensores las 24 horas monitoreando su presión y temperatura (tipo refinería petrolera).
Desafortunadamente para el campo de la física de partículas, el llamado “sentido común” humano – esa idea de que podemos predecir el comportamiento normal del universo dada nuestra experiencia personal – no evolucionó para entender el funcionamiento de lo muy pequeño. Nuestros cerebros no logran visualizar el tamaño de un protón, y les cuesta entender a primera vista cómo es que puede haber trillones de ellos en ese pequeño tanque. Son el conocimiento, emparentado con la imaginación, la creatividad, la disciplina y la rigurosidad en el estudio, los que logran abrir nuestros ojos a esos mundos que nos resultan tan completamente ajenos. Mundos donde un solo tanque típico de hidrógeno (no más grande que un extintor) contiene suficientes protones para que el LHC opere al ritmo actual por los próximos 4 mil millones de años. En teoría, primero se le acaba el combustible al Sol, que al LHC (admitiendo que el Sol consume bastante más).
Es sorprendente, incluso mágico, pero la máquina más grande del mundo estudia los componentes más pequeños de la realidad. Realmente conviene arrojar el sentido común por la ventana, cuando exploramos universos que nunca imaginamos.