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A los humanos nos gusta explorar. Una revisión superficial de nuestro pasado y presente nos lo deja bastante claro – habitamos casi todos los ecosistemas en la superficie del planeta Tierra. La comprensión de nuestro entorno otorgada por ese enorme cerebro que tenemos en la cabeza viene acompañada por la que es quizá la característica definitoria de nuestra especie: la curiosidad. Existe una cierta satisfacción interna al resolver el misterio – al llegar al final del laberinto – y ver qué hay del otro lado. Nuestros ancestros abandonaron la sabana africana guiados por la necesidad; atravesando ríos, valles, montañas, lagos, océanos – en migraciones que tomaban años, y donde la mayoría de los que iniciaba el viaje, no vivían para ver su final. Qué la facilidad con la que atravesamos el globo en un avión actualmente no los engañe: explorar la frontera de la civilización, sea cual sea, nunca fue un paseo por el parque.

En todas las épocas de la historia encontramos personas arriesgando sus vidas para encontrar nuevos sitios que establecer, y realidades distintas a las que dejaban atrás – el siglo 21 no parece que vaya a ser la excepción. El motor de la exploración sigue palpitando en nuestros genes, y donde algunos aún lo hacemos localmente, para la especie el objetivo es claro y bastante más ambicioso: esa próxima frontera ya no es parte de este mundo.

Ya no hay montañas que se escondan más allá del horizonte, ni lagos de agua dulce y cristalina al final de un río que no nos hemos atrevido a navegar. La frontera ahora es mucho más clara – en toda su irónica oscuridad – y luego de ocultar su naturaleza frente a nuestras narices por cientos de miles de años, con tan solo ver hacia arriba se revela: el universo – trillones de planetas flotando en el vacío, refugios para los misterios más trascendentales que podemos imaginar. Tal vez el principal entre ellos es saber si, en toda esta vastedad, es realmente posible que solo nosotros veamos las estrellas.

Apenas gateamos hacia el espacio, en nuestra era moderna, pero ya entendimos que la frontera nunca fue tan peligrosa. Sin gravedad para mantener tus huesos, músculos y fluidos en su sitio; sin atmósfera que te proteja de la radiación letal de los astros; a merced de objetos que viajan a velocidades supersónicas por el vacío; víctima fácil de la inercia – que al menor paso en falso puede enviarte a una muerte fría, lejana y silenciosa. Siempre ha requerido valor ser el primero en dar ese salto hacia lo desconocido. Siempre pudo salir mal y terminar prematuramente la expedición, pero nunca como ahora. El espacio es el peligro elevado al infinito; es atravesar la muerte metido en una burbuja de jabón. Aún así, es el futuro de la especie. Necesitamos entenderlo para proteger nuestro mundo, y eventualmente expandirnos más allá del sistema solar.

Son verdaderos héroes todos los que asumen ese riesgo para sí, y avanzan por caminos en los que aún no existen huellas.

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