Se oculta el Sol de un nuevo viernes que se nos va, y surgen los puntos brillantes que parpadean en su lugar, rodeados por el manto de oscuridad del cosmos. Son los soles lejanos de otros mundos, cuya luz nos alcanza luego de muchos años de viajar por el vacío. El tiempo de vida de una estrella es extremadamente largo, en comparación con el tiempo que tarda su luz en alcanzarnos (al menos si pertenece a esta galaxia), así que podemos asumir con buena seguridad que todas las que vemos en el cielo aún existen al día de hoy – quizá con una que otra excepción. No es totalmente inconcebible que veamos alguna estrella lejana que ya haya dejado de existir; un evento del que nos enteraremos en algunas decenas de miles de años.
Observar estos adornos del cielo ha fascinado a nuestra especie desde que nos reuníamos alrededor de fogatas en las planicies africanas, sin la más mínima idea de qué pudieran ser ni cual era su rol en el universo (claro, hipótesis no faltaban). Cuesta imaginar la emoción de Galileo, y los otros astrónomos pioneros que finalmente pudieron apreciar los astros a través de telescopios fabricados en casa – la expresión viva de la pasión y curiosidad que sentían por el firmamento. Es algo que no ha disminuido, si la cantidad de personas que tienen una galaxia o una nebulosa como protector de pantalla es indicativo de aquello que encontramos hermoso. Una de las pocas maneras en la que la población urbana actual tiene acceso a la observación del espacio.
Estando en Ciudad de México, soy muy consciente de los obstáculos para cualquier clase de visualización precisa de las estrellas. La contaminación lumínica, tan extendida en nuestras ciudades, es un obstáculo de aparición relativamente reciente en nuestra historia (apenas un siglo desde que comenzó realmente a convertirse en un problema, gracias al dominio de la electricidad). Esto – combinado con las perturbaciones atmosféricas en climas húmedos – ha llevado a los astrónomos a colocar sus observatorios cada vez más alejados de la civilización: en la cima de montañas, en el medio de desiertos, hasta en la órbita fuera de nuestro planeta.
Dada esta evolución, era cuestión de tiempo para que se materializara la idea anunciada recientemente por la compañía “Moon Express” para colocar un observatorio en el polo sur – de la Luna. La misión (que podría estarse llevando a cabo en el 2016) representará el primer instrumento que realizará observaciones astronómicas con acceso internacional desde la superficie lunar, y está pensada para que investigadores, educadores y el público puedan acceder a su información desde internet. Adicionalmente se estará explorando esa zona tan interesante de nuestro satélite, donde se sospecha que hay agua y recursos minerales que resultarían muy útiles para una presencia más a largo plazo.
Espero que esta aventura tenga éxito. Ya le hacía falta un cariño más ambicioso a nuestra Luna, semi-ignorada ante el interés por Marte, las lunas del sistema solar externo y los exoplanetas. Qué mejor manera de regresar a ella (robóticamente, en este caso) que abriendo allí una nueva ventana a las profundidades del universo.