A finales de la semana pasada estuvimos celebrando por acá el cumpleaños de Paul Dirac, uno de los principales pioneros de la mecánica cuántica que representa la base de la física moderna. Tan solo unos días después, recordamos el nacimiento de otro físico que comparte muchos de los mismos méritos, incluyendo el premio Nobel de física de 1933: Erwin Schrödinger, mayormente conocido por haber formulado la ecuación que permite describir el estado de un objeto cuántico (moléculas, átomos, partículas sub-atómicas), y cómo éste evoluciona en el tiempo. Tal cálculo es el equivalente cuántico del trabajo que hizo Newton describiendo cómo las condiciones iniciales de un sistema macroscópico y sus características inherentes podían usarse para determinar su comportamiento futuro. Por supuesto, ante la conducta absolutamente errática de lo muy pequeño, se hace exponencialmente más complicado jugar a hacer predicciones.
Uno de los elementos que más ha adquirido fama a partir del pensamiento de Schrödinger es la noción de que la cualidad de “superposición de estados” en las partículas cuánticas pudiese afectar objetos macroscópicos (algo que él mismo descartaba fervientemente; sin embargo, es lo que la gente asocia a su nombre). Esta “superposición” solo indica que las partículas pueden ubicarse en cualquiera de sus posibles estados antes de ser observadas, sin que se pueda predecir a partir de su situación previa en cuál estado se encontrará exactamente al momento de hacer una medición (más allá de un rango de probabilidad dado por su energía y dirección). Todas las posibilidades son igualmente probables, y deberían poder manifestarse. No obstante, al hacer la medición, solo encontramos la partícula en un sitio. Inmediatamente podremos notar que los objetos “newtonianos” no se comportan así: si sabes hacia dónde va algo, a qué velocidad relativa, y qué fuerzas actúan sobre él, puedes predecir con exactitud dónde estará en un tiempo determinado (el Curiosity nunca le habría atinado a Marte de no ser así). Por el contrario, un objeto cuántico estaría en teoría “en todos los sitios en los que pueda estar”, hasta que efectivamente lo ves en alguno específico.
Aunque este comportamiento suena un poco esotérico (¿el observador define la realidad?), en realidad es un fenómeno típico en todas las ondas – como las que vemos en la superficie del agua o al agitar una cuerda por sus extremos. Su dinámica a nivel cuántico solo se complica por el gigantesco número de partículas que interactúan en cualquier sistema dado. Schrödinger, para demostrar que esta clase de ideas no tenían aplicación macroscópica, imaginó que si encerrábamos un gato en una caja junto con alguna sustancia posiblemente radioactiva – de tal manera que el gato muriera si la sustancia radiaba, y viviera si no lo hacía – el gato estaría vivo y muerto simultáneamente (como el objeto cuántico del cual dependía), hasta que alguien abriera la caja y forzara un resultado. Por supuesto, tal experimento es un sin sentido, pues sabemos que los gatos viven o mueren sin necesidad de observadores presentes, por radiación o cualquier otro fenómeno. La conclusión es que aunque el universo sea cuántico en su naturaleza fundamental, tales comportamientos probabilísticos no se mantienen cuando se juntan suficientes partículas para formar un objeto macroscópico ordenado (como los gatos).
Aún así, la idea de que sea igualmente válido cualquier estado posible de un objeto cuántico es una que incomoda a los científicos, y se han planteado varias interpretaciones al fenómeno. Una es que de verdad el observador afecte el resultado de la medición (una propuesta que se complica bastante mientras más la piensas), y la otra – la que va teniendo progresivamente más aceptación – es que cada posibilidad efectivamente se de en un universo paralelo distinto, y nosotros solo observemos una de esas tantas, relativamente al azar. En la práctica, estas complicaciones no perturban la efectividad matemática y utilitaria de la teoría, pero si representan interrogantes latentes en la frontera de nuestra comprensión del funcionamiento del cosmos.
Schrödinger, junto con los otros pioneros de la física de partículas, abrieron el agujero de conejo del universo con sus teorías, y la ciencia moderna sigue, en buena parte, aún inmersa en este mundo fantástico.