Nos parece evidente en nuestro día a día. Nos lavamos las manos con agua y jabón luego de ir al baño y antes de comer; también compramos gel antibacterial para usar en la calle (algunos de manera un tanto excesiva). Los humanos entendemos la naturaleza de las enfermedades infecciosas: se trata de microorganismos – seres vivos demasiado pequeños para ser vistos sin magnificación – que viven en todas las superficies con las que interactuamos y sustancias que consumimos, algunos de los cuales resultan dañinos para la salud cuando se alojan en un órgano específico de nuestro cuerpo y comienzan a consumir cosas que necesitamos para funcionar correctamente, o producir lo contrario. Pero no siempre fue una verdad tan clara.
No tenemos que irnos demasiado lejos para visualizar cómo sería no saber que existe este mundo microscópico: un pequeño viaje a nuestra infancia debería ser más que suficiente. De poco sirve advertir a los niños sobre la presencia de estas criaturas potencialmente peligrosas para evitar que se lleven objetos a la boca o hacer que se laven las manos. La mayoría es incapaz de aceptar a esa temprana edad que sus sentidos no son infalibles, y de verdad existe algo justo frente a sus ojos, que es totalmente invisible. Aún recuerdo claramente esa primera clase de biología en la que pudimos someter una gota de agua a la prueba del microscopio. Un mundo entero, con decenas de pequeños monstruos moviéndose frenéticamente, me devolvió la mirada a través del lente. No mucho después me enteré de que el 90% de las células del cuerpo humano (numéricamente, no en masa o volumen) son microbios de diferentes tipos, la mayoría de los cuáles son beneficiosos o neutrales en nuestro organismo. Un hecho que abre la perspectiva a lo que realmente somos: una multitud consciente; verdaderos ecosistemas andantes.
Nuestros ancestros no tenían una idea mucho mejor de lo que estaba pasando en la escala microscópica. Por decenas de miles de años, la teoría más aceptada sobre la causa de las enfermedades y la muerte – más allá de las maldiciones y castigos divinos – era lo que llamaban “miasma”: alguna clase de aire nocivo que emanaba de materiales putrefactos. No fue sino hasta el siglo 19 que finalmente nos dimos cuenta de que eran estas pequeñas criaturas las responsables, y comenzamos a pensar en cómo luchar contra ellas (gracias mayormente a los experimentos de Louis Pasteur). Aún armados con este conocimiento, no es fácil deshacernos de los microorganismos dañinos. Por más que los eliminemos, la evolución los adapta progresivamente a nuestros remedios a una velocidad vertiginosa. Son pruebas a cámara rápida del poder de la selección natural.
El problema no es trivial. La malaria – una enfermedad transmitida por un organismo unicelular – mata actualmente a más de medio millón de personas al año (la mayoría niños), especialmente en los trópicos, donde el mosquito que nos la contagia encuentra todas las condiciones que necesita para reproducirse. Afortunadamente, la revista Nature reportó recientemente una prueba de vacunación que ofreció 100% de éxito en protección contra la enfermedad, el primer paso para finalmente erradicarla por completo. El experimento solo se hizo con 40 voluntarios, por lo cual aún se requiere trabajo para implementarla en masa, pero igual representa un avance muy significativo. Por siglos luchamos contra el “mal de ojo” y quemamos brujas por conjurar estas pestes inexplicables. Sin duda, haber reconocido que el conocimiento es la mejor defensa, y efectivamente usarlo para mejorar las condiciones de vida de millones, es uno de los pasos más importantes que hemos dado hacia la calidad de vida que disfrutamos en la actualidad. El reto, por supuesto, continúa, y una cantidad inaceptable de personas siguen sufriendo innecesariamente alrededor del mundo. Es imperativo que continuemos avanzando en el entendimiento científico del mundo natural, y el análisis humanista de nuestras responsabilidades colectivas.