Seré el primero en admitirlo: durante mis años de estudiante, nunca me agradó la química. Donde la física me parecía fascinante – provista de una simpleza y una elegancia que reflejaban con claridad la idea que tenía en mi cabeza sobre lo que debía ser la naturaleza – la química me daba la impresión desde el inicio de ser innecesariamente complicada, llena de factores y variables cuyas relaciones se mostraban totalmente inaccesibles. Del lado físico, la fuerza era igual a la masa multiplicada por la aceleración: un poder de predicción sin igual en una fórmula de apenas un centímetro. En la contraparte química, la mayor afrenta que podía concebir: la tabla periódica – colgada de manera solemne en la pared del aula – con decenas de cajas cuyo orden, color o motivo me eludían diariamente. Como lo mencioné en un post reciente, sospecho que el problema radicaba en la coherencia del discurso educativo. Después de todo, la tabla periódica es tan solo un compendio de átomos, desde el más simple arriba a la izquierda (el de hidrógeno, con tan solo un protón y un electrón), aumentando hacia la derecha y hacia abajo con cada protón que agregas al núcleo.
Por supuesto, agregar protones al núcleo atómico significa juntar dos cargas positivas, cosa que sabemos no es sencillo. Es por eso que la mayoría de los elementos más complejos que el hidrógeno (y un poco de helio) requieren la enorme presión del núcleo de las estrellas para producirse. Allí adentro hay tantísima fuerza y calor que los átomos se fusionan simplemente porque no les queda otra opción, dando como resultado el resto de los elementos, que eventualmente escapan para formar nuevos sistemas solares, planetas, y seres vivos que componen sinfonías y observan el cosmos con curiosidad.
Ante este conocimiento, notaremos correctamente que no hay lugar para elementos intermedios en la tabla periódica (no se puede tener “medio protón” en un átomo), pero eso no indica que ya conozcamos todas las posibilidades – siempre podemos agregar más protones, y seguir alargándola hacia abajo. El problema es que los núcleos atómicos se vuelven inestables a medida que agregas más masa, razón por la cuál en La Tierra el elemento más masivo que se encuentra naturalmente es el uranio (con 92 protones); todo lo más pesado decae por radioactividad en cuestión de milisegundos. Aún así, podemos forzar su creación en un laboratorio. Un equipo internacional de físicos en Suecia produjo recientemente “ununpentio”, un elemento de 115 protones, haciendo colisionar elementos menos pesados a tal velocidad que lograran fusionarse. La Unión Internacional de Química Pura y Aplicada (IUPAC) está evaluando ahora los resultados, a ver si le ponemos un nombre más fácil de pronunciar.
Toda esta charla de producir nuevos elementos recuerda un poco a los sueños de la alquimia, que trataba de transmutar materiales en oro. Resulta que no estaban tan equivocados esos pensadores de la antigüedad; solo requerían de altísimos niveles de energía y una enorme capacidad computacional.
A Newton le habría encantado saberlo.