No necesito una respuesta

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Por efecto de nuestra herencia común, hay mucho que los seres humanos compartimos (aunque a veces nos empeñemos en resaltar nuestras diferencias superficiales). Se trata de características recurrentes, y esas sensaciones con las que todos nos podemos sentir identificados. Para bien o para mal, el miedo a lo desconocido es una de ellas. Es algo que se manifiesta de muchas formas en las diferentes etapas de nuestras vidas; desde nuestro temor infantil a la oscuridad hasta la desconfianza exagerada por los extraños, la paranoia a veces injustificada sobre las intenciones ajenas y -finalmente- el terror que representa el inevitable final de nuestros días.

No es casualidad. La selección natural no fue nada amigable con aquellos que se lanzaban hacia peligros desconocidos sin un poco de recelo – pero si resulta algo desafortunada esta tendencia humana en nuestra época moderna. Lo cierto del universo que habitamos es que estamos irremediablemente inmersos en la incertidumbre, atados a nuestras limitaciones biológicas; enfrentados a un cosmos cuya inmensidad y complejidad no podemos realmente visualizar.

Esto es algo que evidentemente nos incomoda mucho.

Afortunadamente, con el paso de las generaciones y la acumulación de ideas y conocimientos, hemos dilucidado un método bastante efectivo para discernir un poco de verdad a partir de tantos elementos desconocidos. Colectivamente, logramos establecer un diálogo con la naturaleza y comenzar a traducir su lenguaje -tan caótico y frenético- tratando de entender aunque sea un poco de qué va el cosmos, y la cadena de eventos que lo han convertido en lo que es. Hablamos, por supuesto, de la ciencia.

No obstante, aún contando con esta herramienta, es mucho más lo que hay allí afuera que lo que podemos aspirar a conocer en una vida humana, y por tanto nos vemos obligados a aceptar que estamos “destinados” a fallecer encontrando consuelo tan solo en haber reducido un poco la incertidumbre en la que nacimos; firmes en el conocimiento de que haciéndolo hemos podido ayudar tanto a nuestros contemporáneos como a las generaciones futuras a hacer lo mismo.

En cierta forma, existe algo romántico en ese misterio perenne, que nos impulsa a tratar de revelarlo cada día. Quizá el profesor Brian Cox describe mejor que yo la sensación:

“Sí, en cierta forma, me siento cómodo con lo desconocido, de eso se trata la ciencia. Hay lugares allí afuera, miles de millones de lugares, de los que no sabemos nada. Y el hecho de que no sabemos nada sobre ellos me emociona, y quiero ir a descubrir sobre ellos. Eso es la ciencia. Así que pienso que si no estás cómodo con lo desconocido, entonces es difícil ser un científico. No necesito una respuesta; no necesito una respuesta para todo. Quiero tener preguntas que responder.”

Así como Cox, he aprendido a sentirme cómodo en la incertidumbre; pero también que ésta me inspira cada día a aprender un poco más. Es casi seguro que moriré sin saber muchas cosas sobre este increíble universo – efectivamente, nunca lo sabré todo – pero puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que cada día sabré un poco más que el anterior.

Un privilegio de la existencia humana que sería trágico desaprovechar.

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