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Considérenlo cuidadosamente por un momento: el espacio se “dobla”. Es una predicción de la teoría de la relatividad a la que estamos acostumbrados, por más extraño que resulte. De hecho, es la explicación más aceptada sobre la existencia -al menos a nivel macroscópico- del fenómeno que llamamos “gravedad”. Los objetos altamente masivos generan “curvaturas” perceptibles en el espacio-tiempo (muy difíciles de imaginar tridimensionalmente, pero bien representadas en 2D como una depresión en una tela), que alteran la trayectoria de los objetos cercanos proporcionalmente a la distancia que los separe. Cerca de una masa suficientemente grande, una línea recta deja de serlo, y se redirigen gradualmente los caminos hacia el centro de la desviación. El caso extremo es el llamado “agujero negro”, donde el espacio está tan distorsionado que ya no hay salida: todas las vías terminan en la singularidad central -el fin de todas las historias.

Esto es más que un constructo teórico. En un experimento concebido en el año 1959 se planteó la posibilidad de observar un efecto menos evidente de esta “supuesta” curvatura, que consistía en colocar giroscopios en órbita alrededor de La Tierra para medir el arrastre causado por el giro del planeta sobre la tela del espacio-tiempo. Claro, la gravedad en sí es bastante obvia, pero si de verdad era causada por un espacio “maleable”, tal y como lo había propuesto Einstein, entonces la rotación del planeta debía crear un pequeño remolino en esta “tela”, que alteraría predeciblemente la inclinación de los giroscopios. 30 años de desarrollo tecnológico después, la “Sonda Gravitatoria B” midió una desviación de 0,0003 grados en su orientación durante la órbita: exactamente lo predicho por Einstein, validando aún más la noción del espacio curvo.

Uno de los efectos más útiles de la gravedad (además, por supuesto, de causar la formación del planeta que habitamos y la órbita que nos mantiene cómodamente atados al Sol), es su capacidad para acelerar objetos de manera “gratuita”. Como todos sabemos, mover cosas requiere energía. Ya sea una bicicleta o una nave espacial, se requiere fuerza para alterar la velocidad de un cuerpo (para más o para menos). En el caso de las naves, se necesita mucho combustible; primero para escapar del pozo gravitatorio terrestre, y luego para llegar a algún otro destino en un tiempo sensato. Usando la curvatura del espacio-tiempo, los exploradores robóticos -esos magníficos emisarios de nuestro mundo- han logrado acelerar tan solo dejándose atraer hacia un planeta, para luego desviarse y continuar su camino con impulso renovado. Todo esto sin consumir una gota de combustible adicional. Justo eso acaba de hacer la sonda Juno la semana pasada en un acercamiento fugaz a La Tierra (parte de su largo camino hacia Júpiter), alcanzando la sorprendente velocidad de 138 mil km/h (¡eso te llevaría a la luna en 3 horas!). Aún así, Júpiter está tan lejos que esta visita no llegará sino hasta el 2016.

Juno (la esposa del dios Júpiter en la antigua mitología romana) se dirige hacia el mayor de los planetas de nuestro sistema solar con el objetivo de penetrar con sus instrumentos las densas nubes de la atmósfera superior, y así contarnos un poco más sobre el origen y evolución de este cuerpo celeste tan importante. Se espera que nos pueda informar sobre las variaciones exactas en sus campos magnético y gravitatorio, así como la posible composición y tamaño de su núcleo (un dato muy útil para entender más sobre la formación y funcionamiento de nuestro propio planeta). Finalmente, Juno se reunirá con su amado en un choque suicida -compartiendo el final de la sonda Galileo hace algunos años; una medida necesaria para eliminar la posibilidad de que termine estrellándose en Europa (la sexta luna de Júpiter) si su destino se deja al azar. Lo que menos queremos es contaminar con microbios terrestres un mundo que bien podría tener su propio ecosistema.

Esta cadena de eventos, desde la teoría de la relatividad hasta el viaje de Juno, nos recuerdan que verdaderamente el conocimiento es la puerta al universo. Comprender nuestro lugar en el cosmos es un requisito para la sobrevivencia y superación – y un placer que es imperativo hacer accesible a cada ser humano.

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