Aunque nadie lo toma literal en la actualidad, aún es común escucharlo: “Por ti, llegaría hasta el fin del mundo”. Esta noción tan romántica – normalmente expresada a la persona amada – es un residuo lingüístico de la época en la que considerábamos posible que nuestro planeta efectivamente tuviera un final – digamos, un borde – en el cual el océano caía por enormes precipicios hacia la nada sobre la que flotábamos por designio divino, y arrastraba a esos inconscientes marineros que se atrevían a alejarse demasiado de la costa. Por supuesto, como muchas personas lo notaron incluso en la antigüedad, ésta no es una hipótesis que se sostenga ante los experimentos. No hacían falta las fotos de las misiones Apolo para darse cuenta de lo evidente: La Tierra es (casi perfectamente) redonda.
Quizá el más famoso – y exitoso – de los antiguos en notar la forma real de La Tierra fue el científico griego Erastótenes, quien midiendo el ángulo de las sombras causadas por el Sol un mismo día en dos ciudades separadas por una distancia conocida – combinado con algo de raciocinio matemático – pudo calcular la circunferencia del planeta con un increíble nivel de precisión (menos de 16% de diferencia con la realidad). El principio es simple: en un mundo plano, las sombras que emiten dos varas que claves en diferentes puntos de La Tierra deberían formar el mismo ángulo (debido a lo lejos que está el Sol), pero esto no es lo que se observa al hacer la prueba. Más bien, uno de los ángulos es más pronunciado, delatando una curvatura en el terreno entre los dos puntos. Usando esa diferencia, y la distancia aproximada entre las ciudades, el cálculo necesario es relativamente sencillo, y la conclusión bastante sólida.
Por supuesto, esta no era la única manera de darse cuenta; La Tierra gritaba su forma real a observadores mucho menos agudos que Erastótenes. Los eclipses lunares resultan otro buen indicativo, pues solo un objeto redondo podría emitir la misma sombra circular sobre La Luna sin importar su rotación (algo notado por Aristóteles, quien también estaba convencido de que el mundo era una esfera). Con respecto a esto, nos queda esa famosa cita que normalmente se atribuye a Magallanes (aunque advierto que no pude ubicar la fuente): “La iglesia dice que La Tierra es plana, pero yo sé que es redonda, pues he visto su sombra en La Luna y tengo más fe en esa sombra que en la iglesia”.
Magallanes – un navegante – quizá pudo notar también que los barcos parecían “hundirse” en el horizonte, en lugar de hacerse más pequeños hasta que no alcanzara la vista para distinguirlos; el resultado de que no se estén simplemente alejando, sino saliendo de nuestro campo de visión al descender por la curvatura del planeta. También estaba a su alcance darse cuenta de que las estrellas invertían su posición en el cielo cuando transitabas de norte a sur, o viceversa; justo lo que esperarías si te movías por un objeto curvo y no uno plano.
En nuestra época moderna, quizá sea mejor adaptar el romance a los tiempos que corren, y afirmar que iríamos “al fin del universo” por ese ser al que amamos – aunque probablemente no corramos con mucha más suerte que los ancestros precisando la magnitud de nuestro sacrificio. El universo observable consiste de unos 93 mil millones de años-luz de diámetro, centrados en nuestro planeta. Como para quien flota en el medio del océano, este “horizonte” es relativo a nosotros: los observadores, y cada punto del universo goza de su propia perspectiva. Es completamente posible que, de lanzarte a tal aventura (contando con algún método fantástico para llegar con vida), al final solo verías a la Vía Láctea desaparecer a tus espaldas, mientras el universo continúa, infinito; su vastedad centrada ahora en tu sola figura que flota en el vacío como todo un naufrago del cosmos, pensando en lo que has dejado atrás.
Eso si que es amor de verdad.