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Me pregunto qué pensaría Galileo – famoso por ser el primero en apuntar un telescopio hacia el firmamento y hacer observaciones organizadas del cosmos que nos rodea – si supiera que en el siglo 21 hemos descubierto un universo tan mágico y extraño que nos vemos obligados a enterrar a un par de kilómetros de profundidad un “telescopio”, para poder observar algunas de sus facetas. Definitivamente, hacer un hoyo en la Antártida para pretender aprender sobre lo que sucede en la bóveda celeste le parecería -mínimo- bastante contra-intuitivo, si es que no completamente descabellado. Sin embargo, justo eso hacen los científicos en la instalación IceCube, trabajando en el sótano del mundo a temperaturas bajo cero.

Claro, “telescopio” puede que no sea el término correcto, aunque el objetivo sea observar el espacio exterior. En realidad se trata de un gigantesco detector de neutrinos, esas elusivas partículas que atraviesan con mucha facilidad cualquier material por no poseer carga eléctrica y una masa bastante minúscula. Nuestro planeta es bombardeado constantemente por estos pequeños fantasmas cuánticos, los cuales lo atraviesan (y a cada uno de nosotros) en cantidades en el orden de los miles de millones de neutrinos por segundo – por cada centímetro cuadrado.

Es justo este enorme volumen el que hace siquiera concebible que pueda detectarse alguno. Dada una configuración de materia suficientemente sensible a las alteraciones – totalmente aislada de estímulos atmosféricos no deseados – es posible que uno que otro choque con un átomo, produciendo un efecto medible en el detector: la llamada radiación de Cherenkov. Los instrumentos de IceCube – parecidos a collares de perlas que descienden en líneas perfectas hacia las profundidades del hielo – están diseñados para esta labor, capturando neutrinos que ya hayan atravesado La Tierra, interrumpiéndoles el camino de salida por el polo sur.

Aunque son poco cooperativos para con el esfuerzo científico, lo cierto es que los neutrinos son excelentes herramientas para los “telescopios”, precisamente por lo difícil que es alterar su curso. Un neutrino cualquiera muy probablemente ha viajado en una línea casi recta desde su origen hasta nuestro detector – sin importar que campo magnético o cuerpo celeste obstaculizara su camino -permitiéndonos conocer el evento astronómico específico que lo produjo (cuya luz seguramente si se vio muy alterada en la vía). Poder detectarlos – y separarlos de la inundación de neutrinos que nos cae del Sol – nos permitirá rastrear el origen de los rayos cósmicos que llegan de todas las direcciones a nuestro planeta, y observar aún más lejos y con más detalle de lo que podemos hacerlo ahora. Felizmente, IceCube acaba de dar los primeros pasos, publicando recientemente que se detectaron dos neutrinos cósmicos, nombrados cariñosamente “Bert y Ernie”.

Al final, pienso que Galileo terminaría por entenderlo, dada una larga explicación. Se trataba, después de todo, de un hombre de ciencia. Puede que haya más computadoras involucradas en los experimentos actuales, pero en el fondo sigue tratándose de los mismo: el esfuerzo organizado de seres humanos deseosos de ver más allá, apuntando sus telescopios hacia lo desconocido.

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