En los genes de la ballena

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Darwin jamás habría imaginado – cuando sugirió que las especies se adaptan al medio ambiente cambiante con el paso del tiempo – que los indicios más sólidos para justificar su afirmación no serían los fósiles de animales extintos con formas bizarras pero extrañamente familiares, ni sus famosos experimentos hereditarios hechos con plantas, o su observación del desarrollo de poblaciones aisladas en las Galápagos durante el largo viaje a bordo del Beagle. Resulta que no había que ir tan lejos para descubrir la mejor evidencia de la evolución de las especies – solo era necesario saber de la existencia del ADN.

Es una ventana que no tiene demasiado tiempo abierta, y una a la que Darwin nunca tuvo acceso. Habían pasado unos 100 años desde que escribió “El Origen de las Especies” hasta el momento en el que finalmente se identificó y publicó en Nature el primer modelo correcto de la molécula de ADN – de la mano de James Watson y Francis Crick, quienes se basaron en la imagen de rayos X obtenida por Rosalind Franklin (la famosa “Foto 51”).

En esta maravillosa molécula estaba escrito el llamado “código genético” de todas las formas de vida, presente en cada célula de cada organismo del planeta – de los humanos a los peces, de las bacterias a las plantas; todos sin excepción compartimos la misma estructura, delatando una herencia común perdida entre las épocas.

Esta revelación (que a Darwin le habría encantado presenciar, sin duda) nos permite establecer en la actualidad lazos genéticos – además de fisiológicos – entre especies tan disparejas como los mamíferos terrestres y sus homólogos marinos, a pesar de la dificultad que representa hallar fósiles intermedios de criaturas que se han mudado a las profundidades del océano.

Se hace increíble contemplar que las ballenas y delfines – tan perfectamente adaptados a la vida en el agua – estén mucho más emparentados con cualquiera de nosotros que con los peces que nadan en sus cercanías. Por supuesto, no es tan difícil de aceptar para el observador agudo, pues las señales siempre han estado allí: sus crías nacen vivas (los peces ponen huevos); respiran oxígeno atmosférico (los peces lo filtran del agua); y tienen la columna orientada de tal forma que su aleta se mueve de arriba hacia abajo mientras nadan (característica de un animal terrestre), mientras que la de los peces se mueve de lado a lado.

Un estudio genético reciente del Instituto Coreano de Ciencia y Tecnología Oceánica (en colaboración con otros alrededor del mundo) nos revela aún más de la sorprendente historia de ese animal – probablemente no demasiado diferente a un hipopótamo actual – que se fue adentrando cada vez más en el océano, cambiando irreversiblemente con el paso de las generaciones. Se han podido identificar las mutaciones que le permitieron adaptarse a la falta de oxígeno y al exceso de sal, al igual que a eliminar la hipoxia tan dañina que sufren nuestros tejidos cuando nos sumergimos muy profundo en la presión del océano. Está todo allí, en los genes de la ballena.

La naturaleza es cualquier cosa menos evidente en sus maneras, y resulta verdaderamente emocionante descubrir estas interrelaciones tan complejas a través del estudio científico; una demostración de que – sin importar en dónde estemos – siempre podemos encontrar familiares en este punto azul pálido.

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