Aunque es un conocimiento que solemos dar por sentado, y uno al que no recurrimos comúnmente en nuestro acontecer diario, debo decir que derivo un gran placer de saber que el Sol es una estrella. Contra las mejores advertencias de los profesionales de la vista, confieso que a veces trato de observarlo en todo su esplendor en pleno día, obteniendo como recompensa tan solo una mancha oscura que obstruye mi visión por varios minutos. Lo que encuentro tan fascinante del astro que colectivamente orbitamos, es lo presente que está en nuestras vidas; como bien dice el dicho: no puedes tapar el Sol con un dedo. Aun así, durante la mayor parte de la historia de nuestra especie, no sabíamos qué era este disco incandescente que iluminaba nuestro mundo.
Cuesta imaginar lo que habrán sentido nuestros ancestros al no tener idea de qué era ese objeto que brillaba todos los días en el cielo. Como es conocido, muchos de ellos no soportaron la incertidumbre, y declararon que debía tratarse de algún dios; uno que caprichosamente elegía nutrir sus cosechas durante una temporada, solo para castigarlos con frialdad durante los meses siguientes.
En la actualidad, estamos cómodos con el conocimiento que hemos acumulado sobre la estrella que posibilita nuestras vidas. Se trata de una esfera casi perfecta de gas incandescente (plasma), obligada por su propia gravedad a producir fusión nuclear en su núcleo, liberando enormes cantidades de energía hacia el universo – la misma gravedad que nos mantiene girando tranquilamente a su alrededor. Un Sol entre cientos de miles de millones que componen la Vía Láctea – la ciudad estelar de la que formamos parte.
Sabemos que en el aparente caos de la furia solar existe un cierto orden, establecido por las siempre reinantes leyes de la física, que dirigen los flujos de material de un polo magnético al otro -y de regreso- en ciclos que se vuelven cada vez más intensos (y violentos) hasta que se invierten las direcciones, cada 11 años. El año pasado, el mundo observó con atención como – nuevamente – los polos solares se invirtieron en el llamado “máximo solar”.
Sin embargo, como si hubiera sido presa de un ataque de timidez repentina ante toda la atención, el Sol produjo mucha menos actividad de la esperada durante este último periodo, dejando perplejos a los astrónomos del mundo. El mismo fenómeno que produce comúnmente llamaradas varias veces más grandes que nuestro planeta, de repente decidió bajar el ritmo.
Eso nos indica que tal vez no estamos tan cómodos como pensábamos en nuestro conocimiento sobre la dinámica interna de las estrellas, ni los ancestros tan equivocados al considerar caprichoso al astro rey. Afortunadamente, lejos de recurrir a los sacrificios humanos para ganar su favor, hoy comprendemos que la investigación honesta es la clave para acceder a los misterios del comportamiento natural.