Para un ser humano del siglo 21 – expuesto diariamente de forma casi casual a imágenes espectaculares de incontables soles distantes, preciosas nubes de gas de años-luz de extensión, y galaxias cuya luz ha viajado por miles de millones de años para alcanzar nuestros telescopios apenas construidos – puede parecer inconcebible la idea de que, no hace demasiado tiempo, todos pensaban que el universo entero giraba alrededor de nuestro pequeño planeta.
Aunque es fácil achacar esta falta de visión a motivos teológicos – y éstos por seguro jugaron un papel en la lucha de algunos por aferrarse a la noción – lo cierto es que un universo centrado en nosotros parecía completamente coherente con lo observado en la naturaleza, si no prestabas demasiada atención. El Sol, la Luna, los planetas, la bóveda celeste adornada de perlas brillantes que se extendía más allá – todos parecían existir exclusivamente para nuestro beneficio y apreciación estética; danzando a través de los cielos en contraste directo con la cualidad aparentemente estática y firme del suelo bajo nuestros pies.
Sería Nicolás Copérnico – durante el siglo 16 – quién publicaría, luego de mucha presión de algunos colegas y tal vez con algo de temor a las consecuencias, el libro revolucionario que colocaba al Sol como centro de todas las cosas, “degradando” a nuestro punto azul al rol de planeta, como Marte y Venus. Cuenta la leyenda que Copérnico pudo ver su libro recién publicado justo antes de morir por causas naturales, evitando así la ira de las autoridades religiosas.
Fue un paso inmenso en la dirección correcta, confirmado primero por Galileo, al notar que Júpiter tenía lunas (y por tanto los objetos podían girar alrededor de otros cuerpos que no fuesen La Tierra), y luego por Johannes Kepler, quien demostró matemáticamente que las observaciones astronómicas se correspondían adecuadamente con un sistema centrado en el Sol.
Aún con todo este avance, la magnificencia real del universo se les escapaba de entre los dedos. Con respecto a la posibilidad de que las estrellas del cielo nocturno fueran otros soles, con sus propios planetas, y quizá hasta sus propios habitantes, Kepler refutaba:
“Si hay otros globos similares a nuestra Tierra, entonces, ¿cómo podríamos ser los maestros de la creación de Dios?”
La noción le parecía ridícula en extremo, contradictoria a la enseñanza religiosa de la época – y estaba a siglos de que existiera la tecnología necesaria para probar su equivocación.
Irónicamente, hoy es el Telescopio Espacial “Kepler” el mayor responsable de ampliar nuestros horizontes planetarios, descubriendo mundo tras mundo, ocultos detrás del velo de la noche estrellada. Recientemente, más de 700 nuevos planetas, orbitando 300 soles, fueron confirmados a partir de la información que nos envió durante tan solo sus primeros 2 años de operación.
700 otros mundos, 100 de los cuáles sabemos tienen tamaños similares al nuestro. ¿En cuántos de ellos se habrá desarrollado la vida? ¿Cuántos pensarán aún que son los únicos que habitan la inmensidad?
Por fortuna (y tal vez algo de desgracia) el cosmos es tan enorme que bien podríamos ser, cada quien, amos y señores de nuestro propio rincón diminuto – mientras sepamos cuidarlo.
O quizás algún día nos aventuremos hacia las estrellas, a explorar cada uno de esos planetas. Si nos atrevemos a enfrentar con valentía la realidad de nuestra existencia, las posibilidades son tan infinitas como este universo en el que flotamos como una hoja en el viento.