En los rincones oscuros del imaginario humano, allí donde habitan los miedos y merodean los pesares, con ojos saltones y risas siniestras, permanecen ocultos los monstruos que escapan a nuestra percepción. Contando con todas las formas y tamaños, han sido parte de nuestras culturas desde que tenemos memoria colectiva, acechando por las noches desde las grietas del mundo, amenazando con devorarnos enteros mientras dormimos indefensos. El paralelo es evidente: para decenas de miles de generaciones de humanos prehistóricos, los monstruos eran letalmente reales. Eran los lobos, y los tigres, que cobijados por la noche arrastraban a su muerte a los más indefensos y descuidados. Esos ojos brillantes que ahora asociamos a leyendas y fantasmas fue lo último que vieron incontables antepasados.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Hemos madurado. Ahora sabemos que los verdaderos monstruos viven dentro de nosotros, irreconocibles a nuestros sentidos, ajenos a toda clasificación – muertos vivientes microscópicos.
El tigre dientes de sable era una animal realmente aterrador, pero conocible. Se alimentaba, respiraba, se reproducía y cuidaba a sus cachorros, podías matarlo. En contraste, los monstruos de la actualidad desafían toda noción de lo que es “vida”. Se trata de los virus: pequeños segmentos de código genético dañino que se mueven con propósito, penetrando las células del desafortunado huésped para reproducirse a sus expensas. Un virus no puede multiplicarse por su cuenta, ni cuenta con un metabolismo propio. Solo existe para destruir estructuras biológicas.
Aunque apenas se identificaron en el año 1892, los virus son tan antiguos como el ADN mismo, mucho más pequeños que una célula (de allí que puedan infectarlas) y representan el tipo de entidad biológica más abundante del planeta. Por mucho hemos sentido la sombra de este enemigo, en la forma de enfermedades que van desde el resfriado común y la influenza, hasta el terror del sida y el ebola que tantas vidas han cobrado.
Actualmente se conocen millones de tipos diferentes de virus, con la estimación de que muchísimos más han existido en los eones del tiempo geológico – la mayoría de los cuales nunca han competido por la supervivencia con nuestra especie. Los más resistentes de ellos continúan al acecho, congelados en las capas de hielo permanente de los casquetes polares. A medida que éstos se derriten por efecto del calentamiento global, viejos fantasmas revivirán con toda seguridad.
Es un hecho comprobado. Recientemente, científicos de la Universidad de Marsella en Francia pudieron reanimar a un virus “gigante” de 30 mil años de antigüedad que encontraron en el hielo, que luego procedió a infectar a una ameba como si no hubiera pasado ni un día. Afortunadamente, este virus específico no es peligroso para animales o plantas. Sin embargo, el mensaje es claro: Las consecuencias del derretimiento de los polos pueden ser verdaderamente monstruosas.
Mejor tomarlas en serio.