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Luego de una batalla inusualmente larga, a través de toda la extensión de la casa, por debajo de las camas y encima de los muebles – en lo que parece más un golpe de suerte que el resultado de la aplicación de mi inteligencia claramente más desarrollada – logro finalmente quitarle el zapato al perro, antes de que lo termine de romper.

El daño es reparable – me digo a modo de consuelo – mientras el pequeño rufián me observa perplejo desde la esquina en la que fue derrotado. A pesar de mis mejores esfuerzos por explicarle la importancia de mis prendas de vestir, su cerebro no es lo suficientemente complejo como para entender por qué no debe morderlas y arañarlas. Nuestras maneras de comunicarnos son demasiado disparejas para un diálogo claro, cortesía de linajes genéticos separados hace unos 65 millones de años. Somos familia, pero hace mucho no nos entendemos como antaño.

Aún así, ante mi mirada penetrante, algo en él reconoce mi pesar. Después de un breve intercambio de silencio interespecies, se reconstruye un pequeño eslabón en el puente de nuestra herencia común. Los mamíferos – seamos peludos y cuadrúpedos o bípedos y lampiños – somos animales sociales, y finalmente el perro comprende que no estoy contento con lo sucedido. Un lamido, una expresión cabizbaja, y la reconciliación está encaminada.

Esta brecha comunicacional – entre habitantes de un mismo planeta – se presenta como un fuerte contraste con nuestra ilusión generalizada de algún día conversar con especies extraterrestres – el afamado “primer contacto”. Navegando las escalas inimaginables del tiempo profundo del universo, sondeamos la noche con nuestros radiotelescopios en la esperanza de encontrar civilizaciones entre las estrellas, que envíen señales a través del espacio en una especie de conversación galáctica – después de 50 años, aún no hemos tenido éxito.

Muchas son las razones propuestas para esta aparente soledad cósmica, principal entre ellas que simplemente no hemos estudiado suficientes sistemas solares, de los más de 100 mil millones que flotan en nuestra galaxia. Aunque por medio siglo hemos estado viendo hacia el cielo, hay que admitir que la tecnología moderna de información, tanto a nivel de procesamiento como de conectividad, apenas tiene alrededor de una década de haber alcanzado un potencial verdaderamente significativo. Hasta ahora se han estudiado un par de miles de estrellas – en los próximos años, el avance tecnológico permitirá elevar ese número a los millones.

Adicionalmente, debemos comprender que nuestro vecindario galáctico podría estar lleno del tipo de vida que no transmite señales de radio. Como La Tierra de hace apenas unos siglos, un planeta podría estar lleno de bacterias, plantas y animales – civilizaciones incluso – y ser indetectable a nivel de señales electromagnéticas. En estos casos, se aplica la “espectroscopia”.

Planes publicados recientemente proponen usar el telescopio espacial James Webb – a ser lanzado en el 2018 – para identificar exoplanetas con atmósferas sustanciales y bien oxigenadas (algo que solo la vida logra, según sabemos); los cuales nos revelarán posibles mundos habitados que estudiar más a fondo.

Suena increíble al decirlo, pero parece muy probable que pertenezcamos a la generación que finalmente encuentre vida más allá de nuestro planeta. El universo entero cambiará para siempre ante esta revelación.

Comunicarnos con ellos – ya eso es otra historia.

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