Aunque cada cosa que aprendo a diario sobre el cosmos me hace sentir más pequeño – ante toda su grandeza; más breve – ante su aparente eternidad; más humilde – ante todos sus misterios; y más lleno de maravilla – al ser confrontado con esa imagen majestuosa y compleja que nos dibuja la ciencia moderna; cuando entro en conversaciones con personas que sostienen visiones diferentes sobre la naturaleza de nuestra existencia, casi con toda seguridad llega el punto en el que se me acusa de arrogante.
En ningún caso – sin importar la agresividad con la que pueda plantearse la crítica – suelo tomarlo personal. Lo entiendo como una crítica a mi argumento, sea cual sea la discusión, o a la manera en la que lo he venido expresando durante el diálogo. Interpreto que parece “arrogante” porque – según mi crítico – asume certezas donde éstas son imposibles, o razón absoluta donde tal posibilidad es inaccesible. Sin embargo, a pesar de mis intentos por corregir esa falla en la comunicación – expresando mis ideas de la manera menos confrontacional que la temática permita, y explicando el significado preciso de mis afirmaciones – en muchas ocasiones la suerte de la conversación ya está echada en este punto, y la persona se niega en definitiva a considerar los méritos de mi propuesta.
La mayoría de las veces, he encontrado, muchos interlocutores sienten recelo al solo acto de ser cuestionados con respecto a las opiniones que promueven, y encontrarán la manera de ofenderse ante cualquier sonido que emitas, tan solo por ser diferente al silencio cómodo que esperaban, o al murmuro obediente de la aceptación implícita.
De manera interesante, la mayoría de estas confrontaciones vienen dadas en aquellos momentos en los que cuestiono esa certeza sin base que muchos han convertido en su bandera y estandarte – ya sea a nivel político, teológico o en cualquier otra índole – denunciando que solo podemos tener “grados de certeza” sobre diferentes temas, en función de la evidencia (directa o indirecta) disponible. Al entender el universo de esta forma, debemos aceptar que habrá cosas sobre las que sabremos mucho, y otras sobre las que no sabremos absolutamente nada – y eso está bien. El problema del mundo nunca ha sido la ignorancia, sino la ilusión terca de conocimiento infundado.
Algunos afirman que esta visión del mundo roba a la naturaleza de su “misticismo”, reduciéndola a una serie de variables conocidas y por conocer – especialmente cuando se utiliza como crítica a los dogmas religiosos que (irónicamente) son quienes afirman conocer los designios del creador del universo. Admito que se me escapa la lógica de ese punto de vista. No comprendo cómo es que admitir la vastedad del universo como algo ajeno a las preocupaciones humanas, y reconocer a la muerte como la última despedida, es más “arrogante” que la alternativa teísta – centrada en los seres humanos.
En fin, es un problema que sin duda continuaré enfrentando, pues encuentro difícil callar ante la injusticia y la confusión. Reconozco que la tumba ofrece todas las oportunidades que necesitaré para guardar silencio.
Y aún no estoy allí.