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En una de sus muchas presentaciones, el comediante George Carlin bromeó una vez al notar que la única respuesta adecuada a la pregunta “¿Qué hora es?” – si verdaderamente deseas ser preciso – es la aclaración: “¿Ahora o cuando me lo preguntaste?”. El instante presente – decía George – no parecía existir realmente, si lo analizabas un poco. Todo momento era parte del futuro próximo o del pasado reciente, con una transición casi inmediata entre los dos que resultaba imperceptible a la conciencia.

En la escala de nuestra experiencia diaria, el chiste encuentra algo de mérito, si optamos por practicar el ejercicio inútil de reducir “el presente” a su mínima expresión – algo que no solemos hacer, contentos con entender el momento actual de una manera más general e inclusiva. Sin embargo, si sometemos este concepto al análisis científico, es muy posible que terminemos dando la razón a Laplace cuando escribió en 1814 que “Podemos considerar el estado “presente” del universo como el efecto del pasado, y la causa del futuro”. Una definición que transita con el tiempo mismo, sin perder su significado. Pero no fallemos en notar – queridos lectores – las implicaciones más profundas de la frase. Un demonio se oculta en esas líneas.

En el mismo ensayo, Laplace lo expone claramente, afirmando que un intelecto que conozca en un cierto momento todas las fuerzas de la naturaleza, y la posición de todos los elementos de los que la naturaleza se compone, y pudiera analizar cada interacción, podría eliminar totalmente la incertidumbre, deduciendo todo el pasado y el futuro del universo a partir de su estado presente. No habría secretos en el tiempo para el llamado “Demonio de Laplace”, pues armado con el conocimiento de las leyes de la física y la posición de cada átomo, podría inferir todo lo que ha sucedido o alguna vez sucederá.

Por supuesto, se ha calculado la imposibilidad física de esa entidad (se requeriría más energía de la que hay en todo el universo para procesar tanto conocimiento), pero teóricamente era concebible dentro del marco Newtoniano que manejaba Laplace, donde el “estado presente” era único y observable, en una cadena coherente de eventos sucesivos. Tal visión de nuestro mundo no sobreviviría el cambio de siglo, debido al descubrimiento de la arquitectura fundamental de la realidad: la mecánica cuántica.

En el mundo cuántico, las cosas nunca están en un sitio único, sino que son descritas por una onda matemática que nos indica todos los sitios en los que el objeto está (simultáneamente), y la probabilidad de observarlo en alguno específico. Finalizando la historia allí, el demonio de Laplace no tendría mayores problemas; simplemente, cada onda fluiría a la siguiente de manera consecutiva y él podría seguir sabiéndolo todo. Pero eso no es lo que observamos. La cosas no están “en todos lados”, sino en uno, cuando las percibimos. Por alguna razón que aún no entendemos, al ser observada la onda “colapsa” hacia un estado único – un “presente”. Tal colapso no es reversible, y vuelve imposible la labor de reconstruir el pasado inmediato con exactitud. Hace del pasado algo intrínsecamente distinto del futuro.

Al menos, eso nos dice la interpretación Copenhagen (la más aceptada) del problema de la observación cuántica, pero esa no es la única que existe. Una posibilidad que ha venido ganando popularidad recientemente es la de que en realidad no haya colapso de la onda por la observación, sino que la onda se adapte para incluir al observador. Así, todo sigue siendo una sola descripción, y el hecho de que observemos un único resultado se explica al afirmar que somos una de infinitas copias, cada quien en presencia de un resultado distinto, igualmente válido.

La pregunta, notaría Carlin, solo se justifica más ante este análisis: ¿qué hora es? – pues depende, ¿en qué universo quieres saber?

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