Ya sea que se trate de algo común entre los que crecimos cerca del mar, o una característica muy personal, lo cierto es que no podría comenzar a contar las veces que me he encontrado sumergido en pensamientos, con la mirada perdida en el horizonte –ese encuentro ilusorio entre el cielo y el océano. Rodeado de un silencio interrumpido solo por las olas remontando la playa; con el viento dando forma a la arena en la que se hunden tus pies, es fácil entender la comparación que hizo Carl Sagan, cuando llamó a nuestro planeta “la orilla del océano cósmico”, en el inolvidable primer capítulo de Cosmos.
Es claro que una emoción similar se produce cuando observamos la inmensidad del océano, o presenciamos una noche estrellada. En ambos casos notamos invariablemente que, sin importar lo lejos que podamos ver, mucho más es lo que se esconde fuera de nuestro alcance. Igualmente, la ansiedad de incursionar en el espacio debe emular muy bien ese conocido instante náutico: ver la costa desaparecer a tus espaldas, y descubrirte rodeado de horizonte en todas las direcciones. Por fortuna, para los marineros el viaje siempre tiene un final previsto; encontrar tierra firme –volver a casa. El océano no es eterno.
Por supuesto, la existencia de los continentes es solo un accidente de la formación de nuestro planeta. Agreguemos un poco más de agua; cubramos islas, valles y montañas, y nuestros marineros quedarían entonces atrapados en un océano infinito; sin principio, fin o centro definido. Navegando aguas idénticas, estarían imposibilitados para alcanzar el horizonte, por más que se movieran hacia él.
Tan terrorífica como suena, tal es la experiencia de la especie humana a bordo de la nave espacial Tierra –observando un horizonte inaccesible a través de telescopios espaciales. Se trata, sin embargo, de un horizonte radicalmente diferente, no causado por el alcance limitado de nuestra visión en una superficie curva, sino por el final mismo del espaciotiempo.
A pesar de las apariencias más inmediatas, el universo observable tuvo un inicio, en un evento denominado “la gran explosión”, hace unos 13,800 millones de años. Desde ese momento se ha estado expandiendo, y ese es el tiempo que ha tenido la luz para recorrer el vacío. Naturalmente, no podemos ver nada que esté más lejos que la distancia transitada por la luz hasta ahora. Los telescopios como el Hubble capturan estos fotones ancestrales, revelándonos la historia del pasado remoto –galaxias apenas formándose; estrellas que hace mucho fallecieron.
El resultado son imágenes como el Campo Profundo Extremo del Hubble, que nos muestran algunos de los objetos más distantes que se esconden en la noche –protogalaxias cuya luz es una mil millonésima parte de la mínima que puede percibir el ojo humano. Ampliando nuestra mirada aún más, hasta las primeras luces del universo se harán visibles. A través del Telescopio Espacial James Webb –a ser lanzado en el 2018– podremos observar los brillos infrarrojos más antiguos, con un nivel de detalle extraordinario. Una colaboración hermosa y compleja entre 17 países, encaminada a exponer la evolución del universo como nunca antes.
Mientras llega ese momento, la nave azul pálida continuará flotando a la deriva; muchos de sus tripulantes sumergidos en pensamientos, algunos con la mirada perdida en el horizonte cósmico –el encuentro ilusorio entre lo finito y lo eterno.
Un visionario moderno, con la tecnología a su alcance…
muy lindo tu articulo
Gracias Elsa. Qué bueno que te gustó.