Mucho se esconde detrás de la melancolía aparente de un día lluvioso. Tras la cortina incesante del agua que cae del cielo, opacados por el estruendo luminoso y ensordecedor de los relámpagos, se hallan los mecanismos más profundos y complejos de la naturaleza, siguiendo patrones invariablemente caóticos –ordenados pero impredecibles en sus detalles. Más allá de los sentimientos que pueda evocar en los observadores, esa lluvia que pinta de gris nuestros días no es más que la consecuencia inevitable de otra precipitación, mucho más amplia y sutil: la de los fotones de luz solar que descienden continuamente sobre nuestro mundo.
Un fotón generado por el reactor nuclear en el centro del Sol pasa unos 40 mil años rebotando entre átomos de hidrógeno, hasta que finalmente alcanza la superficie y sale disparado hacia el vacío –8 minutos después, si viaja en la dirección correcta, el antiquísimo paquete de luz termina encontrándose con un pequeño punto azul.
Allí, un 30% de sus compañeros son reflejados de inmediato hacia el espacio por las zonas brillantes del planeta (como los polos y algunos gases), mientras el 70% restante es absorbido por la atmósfera, los continentes y el océano. Son precisamente estos fotones los que incrementan la energía cinética de las moléculas de agua líquida, acelerándolas, eventualmente haciéndolas escapar hacia el aire que respiramos. A medida que este viento cálido se eleva, cargado de vapor de agua, su temperatura va disminuyendo, y las moléculas comienzan a perder movilidad adhiriéndose unas a otras.
Cuando esto pasa, los humanos –por mucho los habitantes más imaginativos de ese pequeño punto azul– especulan reflexivos sobre las diferentes formas que aparentan estas acumulaciones de agua.
Nubes, las llaman, y se inventan historias sobre ellas.
Sin embargo, esto no es más que una distracción momentánea. No pasa demasiado tiempo para que las gotas se hagan más pesadas que el aire que las mantiene a flote, y la gravedad termine ganando la partida. El agua eventualmente cae, como todo lo que sube sin tener suficiente energía para escapar de la influencia terrestre.
Es como resultado de todas estas interacciones (y varias más que omito obligado por la practicidad), que se da el fenómeno de la lluvia en nuestro mundo. Se trata de un conocimiento que añade maravillosamente a nuestra apreciación estética de esos días grises, atándolos firmemente a la realidad que habitamos. No debemos fallar nunca en reconocer el origen de esta narrativa: la diferencia entre ver en la lluvia solo un espectáculo incomprensible de furia celestial, o presenciar la historia del universo manifestándose frente a tus ojos en cada gota, se llama ciencia –y es la más poderosa de las invenciones humanas.
Solo a través de este diálogo riguroso y organizado con el universo hemos podido desmitificar progresivamente las ocurrencias naturales, y hacer sentido de lo que sucede a nuestro alrededor. Solo en este contraste implacable con la realidad pueden encontrar validez las afirmaciones humanas, tan susceptibles a los sesgos y prejuicios.
El cosmos, desprovisto del cristal interpretativo del pensamiento científico, se vuelve un laberinto oscuro de misterios indescifrables, con monstruos y fantasmas acechando en las esquinas. La lluvia misma se vuelve no más que el regalo o castigo de entidades caprichosas, transformándose en un velo que opaca nuestra comprensión, perdiendo en el proceso su hermosura.
En mi opinión, que tantas personas alrededor del mundo aún ignoren la belleza que se esconde tras una simple llovizna –la belleza del universo entero– es lo que debería realmente inspirarnos melancolía, en esos días que pintan de gris.
Maestro ApoloXI: Su discurso es vanguardia de una futura humanidad completamente sana y desarrollada.
Excelente párrafo! Tan bello y descriptivo como la lluvia misma.