El principio de mediocridad

This artists’s cartoon view gives an impression of how common planets are around the stars in the Milky Way. The planets, their orbits and their host stars are all vastly magnified compared to their real separations. A six-year search that surveyed millions of stars using the microlensing technique concluded that planets around stars are the rule rather than the exception. The average number of planets per star is greater than one.
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pozoImaginemos por un momento –como el escritor Douglas Adams sugirió en uno de sus maravillosos discursos– que un charco cualquiera, formado por la lluvia de la noche anterior, lograra la hazaña de despertar a la consciencia. Presumiblemente, lo primero que haría nuestro charco recién nacido es notar la belleza del mundo que ahora puede admirar, y especialmente del hueco que le ha tocado ocupar. Sin duda, nuestro protagonista estaría en lo correcto al notar que el agujero en el que reposa está perfectamente ajustado a su medida, y que puede llenarlo por completo sin el más mínimo esfuerzo. Sea cual sea el origen de este espacio, está bastante claro que fue hecho para él. Esta idea es tan poderosa –nos decía Douglas– que a medida que se eleva el Sol en el cielo, la temperatura del aire aumenta, y nuestro pequeño charco comienza a verse reducido por la evaporación inclemente, éste no puede sino mantenerse optimista. ¡Este hueco y este mundo fueron hechos para él! Por lo tanto, el charco se aferra a la idea de que es absolutamente imposible que él pueda desaparecer, hasta el momento en el que inevitablemente sucede.

Los paralelos son obvios. Por la mayor parte de los 200 mil años que tenemos los humanos caminando sobre La Tierra, hemos estado totalmente convencidos de que nuestro planeta es el centro inamovible de la creación, y nuestra especie el motivo único de su existencia. Incluso luego de que Copérnico y Galileo observaron correctamente que el mundo se movía alrededor del Sol, continuamos por mucho tiempo negándonos a aceptar la realidad que el universo nos gritaba por las noches. Quizás era entonces el Sol el centro del cosmos, nos dijimos, relegando al resto de las estrellas a ser puntos brillantes fijos que adornaban la cúpula celeste.

Sistemas solarEventualmente, terminamos por admitir que el Sol era solo una estrella más entre las cientos de miles de millones que conforman la galaxia (idea por la que ardería Giordano Bruno), y no mucho después que la galaxia misma era un miembro relativamente pequeño de un conjunto inimaginablemente mayor. En el ámbito cosmológico, esta reducción sistemática y recurrente de nuestros aires de grandeza es conocida como “el principio de Copérnico” –la noción de que no ocupamos un lugar especial en el universo– y sus implicaciones filosóficas se han convertido en la base de buena parte de nuestro progreso científico.

Más allá de las conclusiones teológicas que puedan extraerse de esta manera de interpretar la realidad, se trata de una visión que cobra mucho sentido cuando se contrasta con nuestra experiencia diaria. Claramente, si en un paseo por el parque recogemos una roca al azar, es inmensamente más probable que se trate de un compuesto terrestre y no de un meteorito marciano. Lo primero es bastante numeroso en el contexto de la observación, lo segundo muy especial. Por eso, dada una selección ciega, el “principio de mediocridad” nos dirige a presumir que nuestra muestra representa a un grupo común, a menos que se demuestre lo contrario.

planetas formación (2)Aplicado a nuestro sistema solar, este modelo de pensamiento fue lo que dirigió a Immanuel Kant –y luego a Pierre Simon LaPlace– a proponer que los planetas probablemente eran una ocurrencia común entre las estrellas, formados a partir de la misma nube de material que había colapsado para producir el astro central. Pensar lo contrario representaba nuevamente considerarnos un caso extraordinario, y por tanto la idea previa de que los planetas tal vez eran el resultado de una colisión catastrófica fortuita terminó siendo descartada.

Sin embargo, aunque útil, el principio de mediocridad no es válido en todas las situaciones, ni se trata de una ley intrínseca de la ciencia. Un claro ejemplo de esto fue el descubrimiento inicial de decenas de sistemas solares con gigantes gaseosos orbitando muy cerca de sus respectivos soles; algo que con base en nuestra propia configuración planetaria parecía imposible.

Quizá la mayor de las preguntas que podemos ponderar bajo la luz de Copérnico es la del origen de la vida, y de la inteligencia consciente, en el universo. ¿Acaso somos una rareza en la vastedad del cosmos? ¿O será común que la materia se organice en formas capaces de pensar y sentir? Sin importar lo que queramos creer, ambos argumentos encuentran mérito cuando comparamos por un lado la tremenda complejidad de una célula, con el número impensable de planetas que flotan en el vacío.

dysonsphere-parker.jpg__800x600_q85_cropPara el físico Enrico Fermi, el principal problema de afirmar que la vida inteligente abunda en el universo era lo poco evidentes que resultan nuestros vecinos cuando observamos el firmamento. Si los extraterrestres están allí afuera, ¿por qué no los vemos capturando la energía de alguna estrella, o interceptamos sus señales de radio? ¿Dónde están las naves colonizadoras autoreplicantes que hace mucho les habrían permitido explorar la galaxia?

Una de las respuestas clásicas a esta “paradoja de Fermi” es que las civilizaciones aún no han tenido tiempo de dejar su marca en el cosmos. Hasta donde sabemos, la vida es una mezcla compleja de compuestos relativamente comunes en el universo: hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno, calcio, fósforo, hierro –todos presentes en incontables estrellas en la actualidad, pero ninguno de ellos manufacturado directamente en el big bang. En efecto, varias generaciones de estrellas tuvieron que pasar para que el hidrógeno y el helio que surgieron al principio de los tiempos se fusionaran en la clase de elementos químicos que ahora forman parte de nuestros cuerpos. Somos polvo de estrellas procesado, y por lo tanto es posible que los planetas rocosos y sus pequeños habitantes sean un desarrollo reciente en la historia del cosmos.

planetas kepler-444Suena convincente, pero hallazgos como el sistema solar Kepler-444 ponen un poco en duda esta narrativa. Alrededor de esta estrella, a tan solo 117 años-luz de nosotros, al menos 5 planetas rocosos giran desde hace unos 11 mil millones de años; casi tan viejos como el universo observable. Increíblemente, estos planetas tenían la edad actual de La Tierra, cuando La Tierra aún no existía. Si los mundos pueden ser tan antiguos, ¿cómo es posible que sus habitantes remotos no sean evidentes de alguna forma?

La respuesta es un misterio, y mientras la búsqueda continúa en sitios como SETI para tratar de resolver estas interrogantes, muchos de nosotros continuaremos viendo la noche estrellada, preguntándonos si –como el charco de Adams– al final nos evaporaremos sin descubrir lo común o especial que era nuestro agujero.

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4 Comentarios
  1. Argenis José Giménez. dice

    También es valido para la belleza aunque sea solamente creer sin suficiente certeza que somos los primeros concientes cósmicos, pero; lo mas asombroso es que seamos capaces de adelantarnos a los eventos demasiados demorados en la vastedad y entonces crear con la manipulación genética a otros seres como nosotros para cultivar zonas fértiles cósmicas y asi ser creadores como dioses.

  2. Johan Andres Acosta Ortiz dice

    No creo que seamos los primeros seres en todo el universo en hacerse estas mismas preguntas, igualmente, cuando un charco se evapora… Sigue siendo agua…Solo que en otro estado …-xD Tal vez lo tome muy literal- es otra forma de decir que la vida continuara después de los humanos … hoy, por más difícil que parezca, tenemos a nuestro alcance la posibilidad de salir de nuestro agujero, solo debemos de dejar de ser mediocres como especie …

  3. […] así en nuestro propio mundo –el único sitio que conocemos donde se ha desarrollado la vida– y el principio de mediocridad nos indica que debemos presumir que somos una muestra común del universo, y no una rareza […]

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