Si gozaras de un pulso mucho más firme del que efectivamente tienes, y te dispusieras a dibujar círculos en una hoja a modo de pasatiempo, todas tus obras terminarían siendo un ejemplo perfecto de la celebrada proporción π (pi). No importa si tu círculo tiene 10 centímetros o 10 años-luz de diámetro, si lo has dibujado correctamente, la extensión total de su circunferencia será siempre unas 3,14 veces su diámetro. Esta es una realidad geométrica intrínseca a la forma redonda, y uno de los números más importantes y persistentes en los razonamientos matemáticos. Tan fundamental es esta relación que incluso nuestras sociedades más antiguas la daban ya por cierta –evidenciado por papiros y tablas de arcilla de la era– y estimaban el valor de la constante con menos de 1% de diferencia con la realidad. Desde muy temprano en nuestra historia, el número π ha estado entre nosotros, no como una característica nativa del universo –como lo sería la velocidad de la luz– sino como un concepto; una noción ideal inventada por el ser humano para hacer sentido del cosmos.
Desde que el matemático griego Arquímedes construyó un algoritmo para incrementar la precisión del valor de π, tratar de calcular más decimales de la constante se ha convertido en un ejercicio divertido para quienes trabajan con los números, revolucionado por el desarrollo de las series infinitas en el siglo 15, y la creación del cálculo infinitesimal durante el siglo 16. Tanto el genial Isaac Newton como su contemporáneo alemán, Gottfried Leibniz, dedicaron buena parte de su tiempo a la aproximación de π, sumando continuamente cadenas de valores para ir mejorando el resultado. Con respecto a esta distracción momentánea, Newton confesaría luego en una carta a un colega, “me avergüenza decirte por cuántas cifras hice estos cálculos, no teniendo nada mejor que hacer en el momento”.
Juntos, Leibniz y el escocés James Gregory lo llevaron aún más lejos, generando la que se conocería posteriormente como “serie Gregory-Leibniz” –o como serie Madhava, en honor a su descubridor original en India– permitiendo a los futuros matemáticos la mejora progresiva de las estimaciones. En pleno siglo 20, Daniel Ferguson calcularía 1120 dígitos de π, empleando aún una variación de este principio. A partir de allí, ningún ser orgánico ha logrado vencer el récord, aunque matemáticos prodigiosos como Srinivasa Ramanujan han producido maneras innovadoras y elegantes de acelerar el cálculo.
Las máquinas, por supuesto, no han tenido dificultades en superarnos, con la súper-computadora PiHex produciendo más de mil billones de dígitos binarios de π en el transcurso de un mes –un número similar a la cantidad de hormigas que hay en La Tierra. En el cálculo usual de base 10, el récord lo tiene el equipo de Shigeru Kondo, que computó 12 millones de millones de valores en diciembre del 2013.
Pasando del aprecio profesional, el número π, quizá más que cualquier otro valor matemático, se ha convertido en todo un fenómeno cultural en tiempos modernos. Alrededor del mundo se realizan concursos de memorización de sus decimales, y ya en varios países es común ver que se celebre el “Día de Pi” durante el mes de marzo. Claramente, se trata de un feliz accidente de calendario: en el mundo anglosajón, el día 14 del tercer mes se escribe “3/14”, permitiendo una equivalencia directa con los primeros tres dígitos de π. Este año aún más, pues como sucede una vez cada siglo, la finalización “15” permitió incluir hasta 9 decimales en la fecha y hora del día: 3/14/15 – 9 horas con 26 minutos y 53 segundos.
Añadiendo a la celebración, el día de π resulta ser también el cumpleaños de Albert Einstein, quien a su vez representa para muchos un símbolo inmortal de la empresa científica. Esta es una relación que va bastante más allá de la casualidad: las ecuaciones básicas de la relatividad general incluyen inescapablemente al valor π.
Newton definió prodigiosamente el cálculo de la gravedad entre dos cuerpos, pero nunca pudo comprender cuál era el mecanismo que permitía esta “acción a distancia” entre objetos lejanos. La ausencia de un medio de transmisión era algo que le molestaba profundamente, diciendo incluso que se trataba de “un absurdo que no podía aceptar ningún hombre que tuviese facultad en asuntos filosóficos”. Como Albert nos revelaría siglos después, ese medio no es más que el espacio mismo, que se “dobla” ante la presencia de energía y desvía la trayectoria de los objetos. En la fórmula original de Newton solo se consideraban las masas y la distancia para generar el resultado, pero la propagación en el espacio tridimensional de Einstein requería definir “esferas” alrededor de la fuente de gravedad (es decir, áreas separadas por la misma distancia del punto central), y luego sumar todas esas superficies para establecer la geometría del espaciotiempo. Justo aquí entra nuestro protagonista en escena nuevamente pues, como bien sabemos, el área de una esfera es 4π x radio², lo que enlaza necesariamente esta constante al cálculo relativístico. Con simpleza y elegancia, Einstein utilizó a π para cambiar al mundo, una tarde de 1915.
La celebración de un valor tan importante es indudablemente positiva, pero lo más interesante del día de π no son los dígitos que podemos memorizar, sino todo lo contrario: la mejor parte de π es lo que no podemos cuantificar. 3,14 pueden ser los números más significativos de la serie, pero lo cierto es que π es un número irracional infinito, completamente azaroso, que contiene cualquier secuencia numérica que puedas imaginar dentro de sí. Con todo el uso que le damos es fácil pensar que lo tenemos dominado, pero ¿qué cerebro puede realmente dominar la infinitud? En este sentido, el número π no es demasiado distinto del universo mismo: incomprensible pero debatible; en expansión constante pero finito en apariencia; lleno de patrones arbitrarios condenados a repetirse; hermoso precisamente porque su totalidad no cabe en la mente humana.
Aunque nuestras vidas tengan inevitablemente un final, qué bueno es que podamos dedicar un día a celebrar la eternidad y sus misterios.