Según cuentan las leyendas, o al menos el trabajo magistral del escritor británico J.R.R. Tolkien, los dragones son criaturas extremadamente astutas, viciosamente avaras, celosas hasta de la última moneda que han logrado acumular en sus enormes pilas subterráneas. A pesar de que gozan de una inteligencia aguda y gran elocuencia en el diálogo, sería un error inocente pensar que las bestias han obtenido estos tesoros gracias a su ánimo trabajador, o el intercambio honesto de bienes con conocidos y asociados. Todo lo contrario, pues una de las características más comunes de estos lagartos –ya sean alados o serpentinos, moradores de las cuevas o las profundidades del océano– es que derivan un gozo malévolo a partir del robo y la injuria a terceros. En efecto, ningún dragón conocido ha fundido el material necesario para fabricar ni un anillo de cobre, pero vaya que son buenos contando la riqueza que han robado violentamente a sus víctimas, y protegiendola luego de quien ose acercarse. Considerando su piel dura como escudos de metal, sus dientes filosos como espadas, sus garras largas como lanzas, sus alas fuertes como huracanes y su feroz aliento incendiario, parece poco recomendable invocar la ira de estos reptiles gigantes. En más de una forma, su estructura imponente representa todo aquello que no podemos controlar: la oscuridad y la muerte, la tormenta y el volcán, el poder bruto de la naturaleza que tanto intimidaba a nuestros ancestros.
Sin embargo, en el imaginario popular, esto nunca nos detuvo.
La imagen mítica del dragón es una de las más prevalentes en las diferentes culturas humanas, manteniéndose vigente, como pocos otros conceptos, desde la infancia más temprana de nuestra civilización hasta la actualidad. Según traducciones del que suele ser reconocido como el primer gran trabajo de literatura –escrito hace al menos 4000 años– el rey Gilgamesh de la antigua Mesopotamia enfrentó valientemente a “Humbaba El Terrible”: una quimera gigante con aliento de fuego, escalas puntiagudas y una cabeza de serpiente de la que emergían grandes cuernos. El guerrero, por supuesto, resultaría victorioso al final, pero estaría lejos de ser el único en lograr la hazaña. Con ligeras variaciones, en cada región las historias reproducirían de alguna forma el mito indoeuropeo del chaoskampf –la lucha sagrada entre el héroe endiosado y la serpiente del caos.
Así, en la mitología nórdica, Thor batallaría poderosamente contra Jörmundgander –un reptil marino que se extendía por La Tierra entera– mientras los dioses Teshub, Indra, Fereydun y Zeus encaraban retos similares en sus panteones respectivos. Eventualmente, una versión del mito alcanzó a los pueblos del Medio Oriente, integrándose a las religiones locales de los canaanitas, babilonios, egipcios y judíos; así como al Lejano Oriente, probablemente a través de la expansión del budismo en la región. Increíblemente, luego de miles de años de batallas épicas y migraciones masivas, las bestias de antaño continúan hoy entre nosotros, apareciendo en desfiles y escuderías deportivas, adornando las fachadas de iglesias y castillos, e incluso siendo entrevistados en programas de tv nocturna. Aunque San Jorge haya matado al terrible dragón pagano, y el cristianismo nos cuente cómo el creador mismo destruyó a Leviatán en combate, las garras de estos reptiles siguen aferradas fuertemente a nuestra imaginación colectiva.
Dado lo persistente de este mito alrededor del mundo –incluso entre culturas que nunca tuvieron contacto– se han propuesto varias hipótesis sobre lo que pudo llevar a nuestros ancestros a producir estos monstruos. Principal entre sus posibles orígenes está el descubrimiento esporádico de fósiles gigantescos, ocultos entre las capas de roca. Sin conocimiento alguno de lo que era un dinosaurio, o la manera en la que las especies evolucionan en escalas de tiempo geológicas, es muy probable que las civilizaciones primitivas repitieran muchas veces el error de Chang Qu –el antiguo historiador chino– cuando clasificó como “huesos de dragón” unos restos prehistóricos descubiertos en 300 AEC. Indudablemente, el hallazgo continuo de esqueletos que lucían como reptiles gigantes debe haber jugado un rol en nuestro deseo por encontrarle una explicación a sus muertes. Tales ideas, aunque inocentes, no están demasiado lejos de la realidad: no fue un héroe celestial, sino un asteroide de unos 10 kilómetros de diámetro, el que liberó a nuestros ancestros mamíferos del terror reptiliano del período cretácico.
También es posible que algunos animales más modernos, como el inmenso cocodrilo del Nilo o las anacondas americanas, sean responsables por dar inicio, o validez, al mito del reptil maligno. Particularmente las serpientes, pues muchas especies son conocidas por escupir veneno a sus víctimas, las cuales, luego de observar aterrorizados la boca abierta de animal, habrían sentido el ardor característico en los ojos que pudo llevarlos a decir que “la bestia escupía fuego”. Igualmente, los encuentros iniciales con ballenas pudieron causar que se escribiera en los mapas “aquí hay dragones”, como advertencia de peligro en las zonas inexploradas; mientras que la megafauna ahora extinta –como el “Megalania”, que lucía como un dragón de komodo de 7 metros de largo– justificaba cualquier asombro, temor y mitificación.
Por supuesto, si la selección natural efectivamente ha producido monstruosidades, ninguna es más terrorífica que aquellas que solo puede conjurar nuestra propia psicología, y es por eso que se ha sugerido que los dragones no son más que una mezcla burda de todas las criaturas a las que instintivamente tenemos miedo. Como el resto de los primates, los humanos hemos heredado una reacción negativa innata a las serpientes, los grandes felinos y las aves de rapiña; todos depredadores naturales de nuestros ancestros. No es difícil notar que los dragones combinan muy efectivamente características de cada uno, incorporando posteriormente la maldad, inteligencia y avaricia de un enemigo moderno.
Bajo la luz de la evolución biológica y cultural humana, se puede afirmar que los dragones han sido en buena parte nuestros compañeros de viaje, a veces aliados pero casi siempre antagonistas, cambiando gradualmente con nosotros, sufriendo especiación y adaptación en la medida que nuestros miedos y leyendas así lo requerían. Han brillado en el cielo y aterrorizado en La Tierra probablemente desde que estamos en ella, y lo cierto es que no parece que estén en peligro alguno de extinguirse.
Por eso, mejor no dejar nuestra gran riqueza intelectual a su merced.