El arte de la conversación
Cuenta la leyenda que en la región de Sinar –tal como nos es descrita en el Génesis judeocristiano– se reunieron una vez todas las gentes de La Tierra para dar inicio a un proyecto conjunto de ambición singular. En un ánimo de cooperación no demasiado común en los relatos bíblicos, se plantearon una obra de ingeniería decisivamente más compleja de lo que esperarías para la época: Juntos, “construirían una ciudad enorme con una gran torre que llegara hasta el cielo”. Por supuesto, un único “rascacielos” puede parecer una meta relativamente humilde en contraste con nuestras grandes ciudades actuales, pero evitemos por un momento el sesgo de la modernidad: incluso el más modesto de estos proyectos representa una construcción verdaderamente imponente en sí misma, que vista desde su base pareciera atravesar las nubes como un monumento al ingenio y la voluntad del ser humano. Tristemente, al Dios del viejo testamento no le hizo ni un poco de gracia este poder tan significativo que presumiblemente había otorgado él mismo a su creación, y en un arrebato de inseguridad divina, decidió detener el avance de esta iniciativa tan noble. El problema, notó de inmediato, radicaba en que todos los humanos hablaban para este momento una lengua común, lo cual les otorgaba una capacidad peligrosa para fijar metas colectivas, entenderse y cooperar. Fue así que el Creador vio adecuado confundir las letras de los pueblos de La Tierra, para que éstos se dispersaran, y nunca más pudiesen competir con él en majestad. En consecuencia, nunca terminaría de construirse esta magnífica “Torre de Babel”, así llamada a partir de la palabra hebrea “balal”, que literalmente significa “confundir”.
Esta historia, contada tradicionalmente por los pueblos de la Antigüedad Clásica en el medio oriente, encuentra equivalentes igualmente interesantes en muchas otras culturas, que en conjunto simbolizan nuestros primeros intentos por encontrar un origen para los más de 6,000 idiomas que hablamos los seres humanos en la actualidad. En el subcontinente indio, por ejemplo, se consideraba a la diosa Vāc la personificación celeste de los lenguajes, venerada por inspirar a los poetas y ser la madre de los “Vedas” –los textos más antiguos de la literatura védica, escritos hace unos 4 mil años– mientras que en la América prehispánica serían los muchos hijos de Coxcox y Xochiquetzal quienes, al haber nacido desprovistos de la capacidad de hablar, recibirían eventualmente de una paloma el sorprendente poder del lenguaje, aunque cada hermano sería dotado de uno distinto por el animal alado.
Incluso ante un análisis superficial, es comprensible que nuestros ancestros produjeran explicaciones tan imaginativas para la gran diversidad lingüística del ser humano. Después de todo, se trata de un misterio ineludible en nuestra experiencia. ¿Quién no ha escuchado perplejo en alguna ocasión un diálogo en un idioma desconocido, o mirado con cierta envidia a los niños que a temprana edad manejan ya la lengua de sus padres como los extranjeros jamás podremos? En efecto, lo que para un adulto exige años de estudio disciplinado, y aún con ello raramente resulta en una habilidad perfecta, es superado con una facilidad innata por infantes de 3 o 4 años para los cuales el resto de las complejidades de la vida continúan siendo impenetrables. Aventurándonos más allá de las alegorías mitológicas –algunas hermosas en su valor cultural, otras un poco menos– es sensato preguntarnos bajo la óptica reveladora de la evolución humana: ¿qué ingenioso mecanismo natural posibilita lo que Charles Darwin llamó nuestra “tendencia natural al arte de la conversación”?
Más aún, si pudiésemos de alguna forma visitar la cuna de la consciencia de nuestra joven especie, ¿cuál descubriríamos fue el primer pensamiento alguna vez expresado en palabras, y en qué idioma encontró voz esta idea ancestral?
Al afrontar estas interrogantes, encontraremos que existe una comparación útil entre la diversificación de los lenguajes humanos y los procesos de mutación genética y selección natural que explican la variedad de la vida en La Tierra. En ambos casos, podemos ver como cambios minúsculos en el tiempo, sumados a una separación geográfica creciente, pueden causar las diferencias más extraordinarias entre grupos que previamente eran uno mismo. Sin embargo, en el caso del lenguaje, debemos reconocer que este esquema de simple “evolución gradual” no resulta enteramente satisfactorio para entender su universalidad. Aunque es cierto que muchos idiomas modernos comparten “ancestros comunes” y términos claramente relacionados, si presumimos una estructura clásica de árbol –donde cada idioma sea una rama que nace de un tronco central primordial– probablemente llegaremos a una conclusión simplista, en la que todas las lenguas modernas derivan de un único “lenguaje original” que es común a todos los seres humanos. Una invención fortuita de alguna cultura olvidada que por su gran utilidad terminaría expandiéndose por todo el globo, dominando en el camino a las tribus mudas con las que competían. No solo no contamos con buena evidencia de que éste haya sido el caso, sino que al aceptarlo estaríamos ignorando los muchos “árboles lingüísticos” que parecen haber surgido independientemente en el registro histórico, e incluso siguen haciéndolo en la actualidad; todos relativamente equivalentes en capacidad y alcance.
Sin duda, la semilla de nuestro “instinto conversacional” –más allá del idioma que localmente inventemos para manifestarlo– ha de estar plantada muy profundo en nuestros genes, pues nunca se ha encontrado un pueblo, o siquiera una tribu aislada, que no tuviese un lenguaje propio complejo y completo, equipado con artificios gramaticales para representar la ubicación, el paso del tiempo, las relaciones interpersonales y esa curiosidad abundante que nos caracteriza como especie.
Nunca un grupo conocido de humanos ha sido incapaz de expresar sus ideas, sentimientos, miedos y sueños a sus pares, o contar historias alrededor del fuego a sus niños. Sea inspirado por la diosa Vāc o no, el humano goza indudablemente del don de la poesía y la metáfora, así como el ave canta en las mañanas y la abeja danza mientras produce su dulce néctar.
Su mierda huele mal como la nuestra
En la isla de Nueva Guinea –la segunda más extensa del mundo– se descubrieron durante los años 30 del siglo pasado más de un millón de personas viviendo en poblaciones aisladas desde hace unos 40,000 años, ocultas entre las peligrosas cordilleras que los colonos europeos se limitaban a admirar desde la costa. El detonante del fatídico encuentro fue, como suele serlo, la detección de pequeños rastros de oro que fluían libremente por una de las tributarias del río principal, bajando tentaciones desde las colinas. El explorador australiano Michael Leahy, encantado con la idea de aprovechar esta riqueza natural no reclamada, procedió inmediatamente a contratar un grupo de indígenas locales de las tierras bajas de la isla para finalmente explorar las montañas. La emoción de ser el primero en pisar estas tierras le duraría apenas un día de trayecto, pues al caer el atardecer el grupo notó de inmediato el brillo inconfundible de fogatas que iluminaban intermitentemente el valle escondido, revelando asentamientos humanos incluso en este paraje tan remoto. Preparados para un pelea con quién sabe qué clase de “salvajes”, los miembros de la expedición se encontraron al día siguiente de frente con los nativos, visiblemente armados también con arcos, flechas y tallos de bambú.
Leahy describe en su diario que, al notar aliviados la diferencia tecnológica, su grupo tomó la decisión de bajar las armas y hacer señas a los indígenas para que se acercaran en paz; lo cual algunos de ellos hicieron, deteniéndose cautelosamente cada cuanto tiempo. Evidentemente, los nativos estaban muy sorprendidos con la apariencia de estos extraños invasores, tocándolos para asegurarse de que no fuesen seres imaginarios, y finalmente cayendo al suelo en reverencia. Pronto se habían acercado hasta los más tímidos, curioseando a los visitantes y sus herramientas, vocalizando energéticamente su incredulidad. Aunque nada del barullo que podía oírse era remotamente comprensible, estaba claro que se trataba de un lenguaje completamente desarrollado, quizás el único artefacto dominado por estas culturas que no era “primitivo” para los estándares modernos. Este idioma aborigen, así como los otros 800 que terminaron siendo descubiertos entre las poblaciones del valle, no tenían nada que envidiarle al inglés, alemán o español en complejidad y versatilidad, facilitando debates intensos sobre la supuesta divinidad de los recién llegados, y la planificación detallada de una prueba empírica para resolver el asunto. Como lo contó posteriormente el nativo Kirupano Eza, uno de ellos terminó escondiéndose un día cerca del campamento de Lahey para observarlos ir a “hacer sus necesidades”, de manera que una vez finalizada la faena, un grupo de hombres de la aldea pudiera acudir a la escena y revisar el resultado. Por supuesto, toda idea de posible endiosamiento fue descartada de inmediato cuando notaron que, aunque el color de su piel fuese distinto, “¡su mierda huele mal como la nuestra!”.
Analicemos por un momento esta expresión tan jocosa, verbalizada originalmente en un idioma que no tiene relación histórica reciente con ningún otro usado fuera de ese valle montañoso en Nueva Guinea, y notemos la magnitud del logro lingüístico que representa en español:
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- Su: un artículo posesivo con sujeto implícito.
- Mierda: un sustantivo
- Huele: un verbo conjugado en tercera persona
- Mal: un adverbio
- Como: un adverbio comparativo
- La: un artículo determinado
- Nuestra: pronombre posesivo
Innegablemente, la gracia, sofisticación y similitudes que hallamos en estas lenguas aisladas revelan una universalidad maravillosa en la capacidad humana para la comunicación, trascendiendo las normas y convenciones del idioma específico que aprendemos durante la infancia. Si éste no fuera el caso, esperaríamos ver diferencias irreconciliables en las estructuras de estos lenguajes, y no solo cosméticas, luego de una separación geográfica absoluta de más de 40,000 años. Un ejemplo claro de la disparidad que sería “normal” es el abismo entre los niveles tecnológicos del grupo de Lahey y sus contrapartes nativas, al igual que sus esquemas de gobierno, costumbres, mitos de creación y estructuras sociales –todas estas características difieren mucho más que sus lenguajes.
Como regla general, las civilizaciones apartadas geográficamente solo convergen en sus manifestaciones culturales cuando se ven forzadas por las condiciones físicas del medio ambiente, o existe un mecanismo evolutivo que favorece una conducta particular. A modo de ejemplo, está claro que no existen muchas alternativas para hacer botes que floten, por más creativa que sea una civilización, ni para erigir grandes construcciones que no tengan una forma piramidal, cuando aún no cuentas con técnicas de ingeniería avanzada. Igualmente hemos encontrado que nuestra inclinación innata a la cooperación dentro de un círculo social –herencia de nuestra vida de cacería nómada– ha generado siempre alguna clase de código moral colectivo, con todas las culturas conocidas restringiendo cosas como el asesinato y el hurto, con sus respectivas variaciones.
Lo que la experiencia de Lahey y muchas otras similares hacen evidente es que el cerebro humano probablemente contiene una capacidad instintiva –no aprendida– para pensar en términos gramaticales, identificando automáticamente objetos y transiciones, acciones y consecuencias, de una manera que probablemente fue favorecida por la selección natural mucho antes de que se formulara la primera idea coherente en uno de nuestros ancestros homínidos. Es por eso que no podemos evitar inventarnos sustantivos, verbos, números y artículos posesivos, incluso en las condiciones más desfavorables para el desarrollo de la cultura. Este fue el caso de las lenguas “criollas”, totalmente desarrolladas y legítimas, que surgieron entre los esclavos traídos a América en contra de su voluntad, y colocados en grupos que no compartían un idioma común. Los “creoles” son lenguajes enteros inventados por sus niños en tan solo una generación, con capacidades gramaticales y de sintaxis que no pudieron haber imitado de sus padres, quienes nunca llegaron a dominar a ese nivel el idioma recién nacido.
Dejándonos aún más en evidencia como máquinas parlanchinas, un ser humano usualmente nunca deja de hablar. Si no tiene quién le escuche, hablará con su perro, o la planta que está regando, o le gritará al televisor quejándose por las noticias del día. Si el silencio es absolutamente obligatorio, por demanda o privacía, hablará entonces consigo mismo, simultáneamente confesando y juzgando los secretos de su propia mente. Como lo describió magistralmente el filósofo Justin Leiber en su obra “Invitación a la ciencia cognitiva”, el lenguaje no es algo que inventamos sino algo en lo que nos convertimos, no es algo que construimos sino algo en lo que nos creamos, y recreamos, nosotros mismos.
El primer pensamiento
Un bebé humano usualmente comienza a demostrar (malas) intenciones con respecto a su entorno alrededor de los 9 meses de edad, momento en el que lo veremos señalar con el dedo los objetos que desea manipular, babear e inevitablemente romper. Esto sucede mucho antes de que pueda formular incluso las oraciones más simples, ya cumplido el año. Claramente, además de ser la pesadilla de los padres alrededor del mundo, estos gestos inocentes representan una ventana importante al desarrollo de las capacidades comunicativas no solo de los infantes, sino de la especie humana en general. ¿Pudieron nuestros ancestros pre-lingüísticos haber comenzado de la misma forma, apuntando desesperadamente con sus manos para tratar de transmitir información a los miembros menos iluminados de la tribu? Tan básico como pueda parecernos este método, conlleva una serie de ventajas importantes que lo convierten en una adaptación muy poderosa, contextualizada en el ámbito evolutivo. Cuando un individuo reconoce que otro apunta hacia algo en particular, sus mentes se unen momentáneamente en un enfoque compartido, permitiendo el nacimiento de una intención común. Si por alguna razón no podemos usar un lenguaje complejo, los seres humanos somos únicos en la naturaleza en recurrir irritados a señalar objetos como medio de comunicación, diferenciandonos incluso de nuestros parientes primates más cercanos. No es de extrañarnos que la única otra especie que parece entender por qué levantamos nuestros dedos con expectativa sean los perros, a quienes sobornamos con comida por miles de años para que desarrollaran la habilidad.
Con todo lo interesante que resulta de considerar, el desarrollo infantil humano no es la única evidencia que tenemos de que los gestos probablemente jugaron un rol primordial en el desarrollo del primer pensamiento expresado. Aunque no apuntan como nosotros, nuestros parientes primates también usan gestos para transmitir mensajes, que pueden ser tan agresivos como los del gorila que golpea su pecho para demostrar dominación o tan amorosos como la madre chimpancé que baja su brazo para llamar a su cría, y no son los únicos. Es bien conocido que las abejas danzan para comunicar direcciones, mientras los pavos reales muestran orgullosos su plumaje al cortejar a las hembras, lo que expone una escalera de complejidad incremental que podemos seguir para entender la evolución del lenguaje.
Adicionalmente, se ha podido notar a través de estudios neurocientíficos que los circuitos cerebrales del lenguaje están íntimamente ligados con la capacidad gestual, demostrada por las personas que inconscientemente mueven sus manos al hablar, o chimpancés que mueven su boca cuando se les exige una tarea manual particularmente complicada. Como esperaríamos, cuando las zonas cerebrales asociadas al lenguaje se lesionan, no es poco común que la habilidad motora que nos permite señalar se vea también afectada.
Es sencillo deducir la gran ventaja que representó para nuestros ancestros poder comunicar planes de caza de manera silenciosa a otros miembros del grupo, señalando entre el pasto alto para identificar a la presa. Pero si aceptáramos –con base en todas estas líneas de evidencia– que el simple gesto de apuntar es el precursor principal de la comunicación compleja, ¿qué salto evolutivo nos llevaría entonces a cambiar hacia el sonido como medio predilecto para expresar nuestros pensamientos?
¿Por qué aprendimos a hablar?
“El humano inventó el lenguaje para satisfacer su profunda necesidad de quejarse” – Lily Tomlin
La realidad interna
Toda comunicación, sin importar la especie o su nivel de inteligencia, involucra la transmisión de información coherente de un emisor a un receptor, idealmente, en un tiempo suficientemente corto para producir una reacción útil. A mayor complejidad en la estructura del mensaje, más completo y explicativo puede ser su contenido, lo cual también incrementa las dificultades y restricciones que involucra el proceso. Por supuesto, más allá de la biología específica de los seres que pretenden comunicarse, son las leyes fundamentales de la física las que establecen mecanismos y límites claros para la transferencia de datos en el cosmos, y qué tanto acceso tenemos a cada uno de ellos. De las 4 fuerzas fundamentales que existen en el universo, dos están limitadas a operar solo en el rango subatómico –lo que las vuelve inútiles para la comunicación– mientras que las dos restantes, la gravedad y el electromagnetismo, sí logran extenderse lo suficiente para que podamos percibirlas. De estas últimas, la gravedad resulta demasiado débil para usarse como medio de transmisión, dejando solo al electromagnetismo como canal aprovechable por la biología (y la tecnología). En consecuencia, todos los “sentidos” con los que cuentan las formas de vida funcionan sobre la base de interacciones electromagnéticas, comenzando por la detección directa de fotones de luz a través de la visión, pero incluyendo también al oído, tacto, gusto y olfato, que son maneras distintas de percibir la presencia de ciertos átomos intercambiando fotones con los nuestros.
Cuando hablamos de “gestos” como medio de comunicación, estamos refiriéndonos a una transmisión de información visual, que requiere que la luz rebote de nuestra mano y también del objeto al que apuntamos, y que posteriormente encuentre su camino a los ojos de nuestros pares. Dada la inmensa velocidad de la luz, ésta es una adaptación sin duda útil y eficiente, pero que está lejos de ser perfecta al analizarla en detalle. Aunque pueda parecerlo, la visión no es el canal perfecto para nuestros propósitos.
Existen ciertos elementos clave que debemos evaluar para determinar qué tan útil resulta un canal específico para la comunicación. Para empezar, ¿qué tanto detalle se puede transmitir a través del medio? ¿Cuánto tiempo es necesario para transmitirlo? ¿Deben estar cerca los interlocutores para usar el canal? ¿Funciona si hay obstáculos entre ellos? ¿Cuál es la permanencia en el tiempo de los mensajes? ¿Puede interferir un mensaje con el anterior, haciendo que el significado de ambos se pierda?
Al considerar todas estas interrogantes, notamos cómo la selección natural ha actuado para producir los mecanismos de comunicación que vemos dominar el reino animal, y los que han sido descartados o relegados a ser solo complementarios. El contacto físico, por ejemplo, permite transmitir información relativamente básica a través de tactos –como lo son los abrazos o besos– y es concebible que se pudiera usar la temperatura, velocidad o intensidad como herramientas para diversificar el mensaje, pero difícilmente sería útil planificar una cacería si tuviésemos que tocar a cada miembro del grupo para explicarles la estrategia, y tener que estar en proximidad física tampoco ayuda a la hora de advertir que se acerca un depredador.
El olfato es otra vía utilizada comúnmente por las formas de vida terrestres, con animales que son capaces de identificar un aroma específico a kilómetros de distancia. Sin embargo, este tampoco resulta un canal de comunicación eficiente bajo criterios estrictos, y ninguna especie se basa completamente en él para transmitir información rápida. Aunque los perros marcan su territorio y los simios lanzan heces, ambos lo hacen con la intención instintiva de imprimir un mensaje fijo y permanente, no buscando un intercambio de información bidireccional. Todos estos animales han evolucionado para aprovechar el sonido –que se esparce por el aire miles de veces más rápido que un olor– y la luz, que es millones de veces más rápida aún, para producir reacciones inmediatas en su grupo social. Por eso estos dos mecanismos son observados complementándose el uno al otro en miles de especies, pues aunque la comunicación visual es instantánea y silenciosa, también exige que los interlocutores puedan verse unos a otros, o que exista un artefacto intermedio que codifique el mensaje (como un símbolo o dibujo). Por su parte, el sonido puede percibirse sin tener que ver directamente hacia la fuente, y también atravesar ciertos materiales, pero incluye la penalidad de advertir a tu presa sobre tus planes nefastos.
Cuando un homínido primitivo señaló un objeto por primera vez, y otro entendió la intención del gesto, estaban utilizando una capacidad cognitiva sin precedentes en la naturaleza, que abrió la puerta a un proceso de selección agresiva por un canal que permitiera aprovechar este enorme potencial de supervivencia. Quizás uno de ellos decidió usar vocalizaciones en lugar de gestos, para continuar sosteniendo la lanza o la piedra. Tal vez resultó importante poder comunicar sin tener que verse, durante el caos frenético de una persecución. Cualquiera sea el caso, muy gradualmente, las expresiones verbales fueron convirtiéndose en un mundo en sí mismas, abstraído totalmente de la realidad observable, dando forma a una nueva realidad interna y metafórica que llegó a definir tanto los misterios de nuestra memoria como la agonía de nuestros deseos. En efecto, una vez aprendimos a codificar el pasado, incluso el anterior a nuestro nacimiento, y a imaginar el futuro más allá de nuestra muerte, los humanos nos convertimos en la única especie cuya luz ilumina algo más que el terreno bajo nuestros pies, revelando el devenir de la historia y nuestra pasión por contarla.
La capacidad maravillosa de entender
Para el ser humano moderno, el lenguaje se ha convertido en una herramienta tan esencial, ya sea que habitemos en grandes ciudades o aldeas remotas, que imaginar perderla por alguna razón sería equivalente a abandonar nuestra capacidad para comprender y organizar el mundo; inseparablemente atada a nuestra identidad. Pensamos en las palabras del idioma que aprendimos en la infancia, con pocas excepciones, y recurrimos a él inconscientemente incluso cuando conocemos otros a la hora de expresarnos. Pero, ¿realmente son nuestros pensamientos esas palabras que se aparecen sin invitación en la consciencia? ¿Sería posible “pensar” si no tuviéramos un lenguaje en el cual expresar nuestros diálogos internos?
El concepto de que existe un vínculo inseparable entre el pensamiento, la palabra y la cultura, en el que uno define y da forma a los otros de manera recursiva, volviéndose inseparables, se conoce como “relatividad lingüística” –popularizado por académicos como Benjamín Whorf– e implicaría que las personas tendrían ideas y percepciones distintas en función del idioma que hayan tenido la fortuna (o infortunio) de aprender durante su infancia. Así, los rusos serían más rápidos identificando tonalidades de azul, ya que usan términos diferentes para el azul claro y el oscuro, mientras que los que hablamos idiomas que asignan géneros a los sustantivos (“EL” trabajo, “LA” cocina) estaríamos predispuestos a asociar con un sexo específico a los objetos que se describen. ¿Podría realmente el lenguaje definir las estructuras cerebrales durante nuestro desarrollo, haciéndonos más propensos a aceptar ciertas nociones y rechazar otras?
Esta hipótesis cognitiva Whorfiana resultó popular a principios de siglo 20, con estudiosos que investigaban activamente las posibles implicaciones culturales de las diferencias gramaticales. En el idioma chino mandarín, por ejemplo, la misma oración puede significar “si ves a mi hermana, notas que está embarazada” o “si vieras a mi hermana, notarías que está embarazada”, o “si hubieras visto a mi hermana, habrías notado que está embarazada”. Esto quiere decir que el lenguaje chino deja mucho más al contexto entender qué tan hipotético es un escenario, en comparación con el español. Sin embargo, aunque el psicólogo Alfred Bloom investigó esta posibilidad en los 80s, no se encontró indicio de que los chinos tuvieran más dificultades que los occidentales generando escenarios imaginarios.
Igualmente se citaba frecuentemente el caso del idioma indígena Tzeltal –hablado en la región de Chiapas en México– que no contiene palabras específicas para determinar ubicación como “norte” o “sur”. En lugar de eso, estos pueblos recurrían a la montaña que dominaba el panorama de sus aldeas como punto de referencia principal, usando palabras que significaban “colina arriba y “colina abajo” respectivamente. Así, la cuchara estaba “colina arriba” de la taza, o viceversa. Tan único como puede parecer este desarrollo cultural, los Tzeltales no presentaron problemas para identificar norte y sur en experimentos controlados, lejos de su montaña, y tampoco resultaron demasiado distintos de los habitantes actuales de Nueva York, que suelen usar también términos geográficos absolutos para describir direcciones (uptown, downtown).
Los Hopi –otra tribu nativo-americana oriunda de Arizona– definitivamente no tienen una percepción distinta e irreconciliable del tiempo, aunque su idioma no contenga un sustantivo equivalente a esta palabra, más bien utilizando solo términos que diferencian vagamente al futuro del “no futuro” (que incluye el pasado y el presente). Aunque Whorf había propuesto una diferencia fundamental a partir de sus estudios iniciales, el lingüista alemán Ekkehart Malotki pudo documentar posteriormente las muchas formas gramaticales, asociadas a la posición y velocidad del Sol y las estrellas, que los Hopi utilizaban para especificar la duración y el paso continuo de las eras.
Pasando del debate académico, lo que estos resultados nos demuestran es que, sin importar el color de nuestra piel o las condiciones de nuestro nacimiento, todos los miembros de la familia humana hemos heredado la capacidad maravillosa de entender nuestra posición en el espacio y en el tiempo, expresándola de la forma que resulte más conveniente en la cultura de la que formamos parte.
Palabras mágicas
El lenguaje humano, en el fondo, no es más que un conjunto de sonidos arbitrarios –con sus representaciones visuales correspondientes– que aunque son demostrablemente finitos en número, nos han permitido describir y categorizar con muy buena precisión un universo que se presenta virtualmente infinito a los sentidos. Las palabras han resultado verdaderamente mágicas en su capacidad de producir la ilusión de orden a partir de un insumo inicial de caos. No obstante, sabemos que representan solo una aproximación útil al universo, y que así como no hay suficientes palabras para describir cada tonalidad del atardecer, tampoco las hay para plasmar cada noción y sentimiento que invade de manera fugaz nuestras mentes, para ser olvidado instantes después. Ese lenguaje mental incomprensible, de máquina, fundamental a nuestra composición biológica y orientado al pensamiento gramatical, es lo que aprendemos a traducir en sonidos cuando adquirimos nuestra lengua nativa, y es la razón por la que una misma palabra puede en ocasiones no tener importancia y en otras significar el mundo entero.
Apegándonos a lo expresado por el afamado lingüista Noam Chomsky, todos los humanos hablamos en realidad un solo idioma, que “traducimos” con ligeras variaciones a los distintos dialectos que utilizamos regionalmente. Una misma estructura de pensamiento, profundamente humana, que se mimetiza en culturas y símbolos a los que damos gran importancia, pero que en realidad son secundarios y superficiales. Como víctimas de las travesuras y rabietas divinas, en la vieja Babel y en otros sitios, actuamos como si efectivamente hubieran tenido éxito los dioses al separarnos, evitando así nuestra grandeza. Y por supuesto, en el proceso, corremos el riesgo constante de crear esas separaciones nosotros mismos.
Si algo es realmente mágico en la capacidad que tenemos los humanos de expresarnos es la belleza de todos sus posibles resultados: la poesía, la dialéctica y la narrativa que amplifican nuestra comprensión del universo y aquellos con quienes lo compartimos; y su conclusión inevitable:
No somos tan diferentes después de todo.
Wao, ¡¡excelente artículo!!
Muy buena la exposición siempre he pensado que el pensamiento humano es universal, independientemente del lenguaje o dialecto en que pienses y expreses tus ideas. Te felicito hijo.
[…] buscando nuevas tierras y oportunidades. A diferencia de cualquier otro animal, fuimos capaces de inventar lenguajes complejos, con gramática y sintaxis, para expresar una infinidad de ideas con un número finito de sonidos y […]