Si pudiéramos, navegando a través de los recovecos del tiempo, interrogar a un filósofo de la Grecia Antigua sobre la naturaleza del cosmos y la materia que nos compone, probablemente pasaríamos las siguientes dos horas escuchándolo hablar sobre un panteón de dioses lujuriosos, figuras geométricas ideales y cuatro elementos, opuestos pero complementarios, que serían los ingredientes principales del accionar del universo. Esta idea sin duda cambió y evolucionó de manera gradual durante los muchos siglos de la civilización clásica, pero la premisa original es una que sobrevivió mucho más tiempo que sus creadores, hasta el inicio mismo de la era científica. La creación estaba compuesta, bajo esta visión ancestral, de fuego, agua, tierra y aire, produciéndose así, en función de sus diferentes proporciones, la furia de los volcanes y la ira de la tormenta, el milagro de la vida y la belleza del atardecer, el placer de una brisa fresca en el rostro o los besos de la persona amada. Anaxágoras se hubiera referido a estos componentes como “semillas”, sumándolas y asociándolas entre sí para generar las diferentes variedades de objetos que existen. Empédocles tal vez habría añadido a este retrato las fuerzas fundamentales que según su razonamiento generaban atracción, repulsión y movimiento en el universo: el Odio y el Amor.
Era una visión simple, romántica y parsimoniosa del cosmos, como esperarías de los humanos, claramente enfatuados con la belleza, la simetría, el orden, el arte y la armonía. El ojo del artista idealiza a su musa, y la madre naturaleza es la musa definitiva, inspirando y desesperando en igual medida. Quizás víctima también de sus encantos, me atrevería a afirmar hoy, 2500 años después, que la idea básica griega estaba mayormente en lo correcto, a pesar de ser ajena a los métodos de la ciencia moderna; el mundo SÍ está hecho de pequeñas semillas que se organizan de maneras maravillosas para producir la complejidad danzante de la que somos parte. El problema es que les faltó un poco de imaginación a los pensadores de la antigüedad a la hora de contemplar qué tan profundo llegaba realmente el agujero del conejo. El agua, dadora de vida, en realidad es una mezcla de componentes más básicos que podemos identificar por separado, hidrógeno y oxígeno. El aire que respiramos está hecho a su vez también de nitrógeno y oxígeno, con una pizca de carbono y argón. La corteza terrestre contiene dentro de sí la mayoría de los 90 elementos que se producen naturalmente en el universo, oxígeno, silicón, hierro, carbono, fósforo y muchos otros de los que la persona promedio jamás ha escuchado, como el rutenio, el holmio y el rodio.
Debido a que algunos de estos elementos son mucho más comunes que otros, hay tan solo un puñado que han resultado realmente útiles para la vida en La Tierra, y para el desarrollo de tecnología al que nos hemos dedicado de lleno los humanos. Por eso, a diferencia de otros conocimientos relativamente técnicos en el campo de las ciencias, quienes desconocen de química tienen sin darse cuenta un saber implícito que suele pasar desapercibido: los elementos químicos que más fácil vendrán a su memoria son precisamente los que más abundan en el universo, y viceversa. Sin embargo, estos elementos, organizados en moléculas complejas, son solo la primera estación en nuestro viaje para comprender los componentes verdaderamente fundamentales de la realidad. Subamos juntos ahora a un tren imaginario, si gustan acompañarme, y recorramos los paisajes del universo invisible, de lo infinito a lo infinitesimal, hacia el abismo de proporciones cósmicas que todos llevamos dentro, y que nos devuelve una mirada desafiante cuando cerramos los ojos para dormir.
El primer paso de esta travesía nos exige rescatar el viejo arte de la escritura a mano, ya que con lápiz y papel nos atreveremos a dibujar un universo entero. Haremos así un pequeño punto en la hoja, como el que escribiríamos para terminar una oración: “.” –por supuesto, no es solo un punto en esta ocasión, sino un portal hacia lo desconocido. En esta pequeña marca que el lápiz ha dejado impresa, nuestra obra maestra, están contenidos 100 mil millones de átomos de carbono, electromagnéticamente atados unos a otros. ¿Qué tanto debemos avanzar en nuestro “tren del infinito” para poder apreciarlos a simple vista? Si mantenemos la escala de nuestros cuerpos como referencia, el punto tendría que extenderse por un diámetro de unos 100 metros para que podamos distinguir su estructura interna. ¡No está mal! Eso quiere decir que si estiráramos el punto al tamaño de una o dos cuadras de una ciudad típica, los átomos que lo componen comenzarían a hacerse visibles a nuestros ojos. No alcanzaríamos a resolver gran detalle aún en esta segunda estación del viaje, pero inequívocamente podríamos notar que existen pequeños bloques dándole forma a nuestro -ahora enorme- dibujo. Y aunque luzcan como pequeñas canicas sólidas y esféricas a primera vista, estos átomos en realidad cuentan también con una estructura interna que deberemos explorar para desentrañar sus secretos.
En su capa exterior, partículas conocidas como “electrones” orbitan frenéticamente una masa central minúscula, atrapadas por la atracción entre la carga eléctrica negativa que poseen y el núcleo positivo. Efectivamente, hallamos aquí que las cargas opuestas se atraen, perdidas en algún lugar entre el amor y el odio de Empédocles. No podremos distinguir mucho más a esta distancia, así que abordemos de nuevo nuestro Tren Expreso del Infinito, con rumbo a la tercera estación de este viaje al centro del universo.
Continuamos “acercándonos” más y más al punto inicial y descubrimos –manteniendo nuestro tamaño original como guía– que la siguiente estación nos transporta a una escala totalmente irreconocible. El punto ahora mide unos 10 mil kilómetros de diámetro, equivalente a la distancia de polo a polo en nuestro planeta. Ya no podemos distinguir sus bordes o forma macroscópica; nos encontramos en el reino de los átomos, ¡y qué sorpresa!, nos percatamos de que entre los electrones y el núcleo, manteniéndolos amarrados el uno al otro, ¿no hay nada? En efecto, la mayor parte del espacio dentro de los átomos se encuentra totalmente vacío, lleno de nada.
¿O no? Aunque es común observar esta afirmación entre divulgadores y programas de TV de ciencia popular, en realidad esta ceguera aparente es causa de nuestro sesgo macroscópico. Esperamos encontrar aquí objetos reconocibles, con masa y forma, pero en el reino de lo subatómico los campos cuánticos son los verdaderos reyes; son potenciales energéticos omnipresentes que manifiestan efectos medibles en la realidad. Así, ese espacio enorme –desde esta perspectiva imaginaria– que parecía inicialmente vacío, en realidad está lleno de poderosos campos electromagnéticos, que fijan en su sitio a todos los actores de este drama microscópico. Los electrones se mantienen en orbitales muy precisos, determinados por ataduras invisibles.
En el centro del átomo, finalmente, pequeñísimo incluso en esta escala, se encuentra el núcleo masivo, pero a diferencia de los electrones que lo rodean, no parece ser un solo objeto indivisible. Al evitar la trampa de la superficialidad en la que cayeron nuestros antepasados griegos, notaremos que esta pequeña masa está compuesta a su vez de partículas propias: protones y neutrones, adheridos entre sí con una fuerza descomunal que hace lucir triviales a los campos electromagnéticos que pasamos anteriormente. Es por eso que los electrones exteriores si tienen la posibilidad de escapar e intercambiarse entre distintos átomos, produciendo todas las reacciones químicas que conocemos y de las cuales dependemos, pero lograr separar las partículas del núcleo atómico es un proceso exponencialmente más complicado, con consecuencias verdaderamente explosivas. A pesar de esta advertencia, con cautela, procederemos a hacer justo esto último, para continuar adentrándonos en lo desconocido. Hey, ya estamos aquí.
Notaremos que los protones y neutrones que componen el núcleo atómico son mayormente equivalentes, con una masa y tamaño muy similares. La única diferencia importante es que el neutrón no tiene carga eléctrica, por lo que no puede atraer electrones opuestos. Añade a la masa general del átomo, pero no mucho más que eso, convirtiéndolo en la partícula del apoyo moral. Los protones por su parte, siendo positivos, deben balancearse con el número de electrones negativos que posee en total el átomo, y este “número atómico” es lo que define la clase de elemento químico en el que nos estamos adentrando. Nuestro punto inicial de carbono-12, cortesía de nuestro lápiz siempre confiable, tiene átomos con 6 protones, 6 neutrones y 6 electrones. En contraste, uno de hierro tendría 26 protones en su núcleo y uno de uranio tendría 92, al borde del colapso. El pegamento que mantiene a los protones juntos en el núcleo –a pesar de ser todos positivos y por tanto odiarse unos a otros– es mucho más fuerte que la fuerza electromagnética que intenta separarlos, por lo que éstos logran mantenerse muy cerca en una comunidad de alta tensión. Claro está que si continuamos añadiendo protones al núcleo, el ímpetu por escapar debido a su repulsión eléctrica compartida eventualmente se vuelve incontrolable, y el átomo se hace altamente inestable, o como le decimos en el mundo macroscópico, radioactivo. Sus partículas internas comienzan a salir disparadas como pequeños proyectiles, dañando todo lo que tocan, especialmente los tejidos orgánicos como nuestra piel, incrementando la probabilidad de que nuestro cuerpo cometa un error de copia genética al tratar de producir células para reparar el daño. A esto, en el mundo macroscópico, lo llamamos cáncer.
De vuelta a nuestro viaje, observando con atención el núcleo atómico podremos apreciar que esta hermosa aventura aún no termina. Como un enjambre de pequeñas abejas revoloteando agitadas, nos damos cuenta de que existen partículas aún más chicas dando forma a los protones y neutrones. Todos a bordo, entonces, hacia la cuarta estación.
Nuestro punto inicial ahora tiene un diámetro aproximado de 20 veces la distancia de La Tierra a la Luna, perdiéndose su silueta original incluso de nuestra memoria. Verdaderamente, había un universo entero en el pequeño símbolo que dibujamos, y nos hemos perdido más allá de todo posible rescate en su interior. Al final, las partículas que dan forma a los bloques que constituyen el núcleo del átomo, a su vez componentes de todos los elementos químicos, éstos en turno responsables de la existencia del aire, la tierra, el agua, y las reacciones que producen el fuego, se llaman “quarks”, y resultan ser el ingrediente principal de toda la materia que podemos observar en el universo.
Hasta donde sabemos, los quarks, y los electrones que los orbitan, son las letras fundamentales con las que se escriben todas las historias. ¿Podría haber componentes más pequeños aún, dentro de cada uno, si los magnificáramos otro trillón de veces? ¿Pequeñas cuerdas que vibren con diferentes frecuencias en dimensiones del espacio-tiempo incognoscibles para seres macroscópicos como nosotros? Por lo pronto, la cuarta estación es la última a la que nos puede llevar el conocimiento científico acumulado de nuestra especie, pero el futuro es aún una puerta abierta, y la exploración más profunda del universo apenas comienza. Por el momento, analicemos un poco el medio ambiente en el que nos encontramos.
Si los quarks son las letras con las que se escribe el cosmos, su “gramática” son las diversas fuerzas que les permiten interactuar entre sí. Existen 4 fuerzas fundamentales en el universo, y el tren del infinito nos ha permitido experimentarlas a todas en acción. La gravedad es la primera, y es con la que estamos más familiarizados en nuestra vieja existencia macroscópica. Nos mantenía pegados a la superficie de La Tierra, y a nuestro planeta orbitando alrededor del Sol. Como es conocido, también hacía caer manzanas sobre las cabezas de personas geniales, disparando descubrimientos fantásticos. La gravedad es la fuerza de la materia acumulada en grandes cantidades, y por lo tanto es la que experimentamos más evidentemente en nuestras vidas.
Luego tenemos al electromagnetismo, balanceando cargas y dando forma a los átomos, uniéndolos en moléculas complejas mientras mantiene la integridad y el espacio personal de cada uno. Gracias a esta fuerza no atravesamos la silla en la que estamos sentados, manteniendo un diámetro atómico de separación entre los átomos de la silla y los de nuestro trasero, por supuesto, de manera imperceptible a nuestros ojos u otros sentidos. Flotamos sin siquiera saberlo, deslizándonos con gracia sobre el suelo al caminar.
Dentro y alrededor del núcleo del átomo encontramos a las dos fuerzas restantes, las más misteriosas y elusivas de la naturaleza. La fuerza nuclear “fuerte” mantiene a los protones adheridos unos a otros, a pesar de que el electromagnetismo busca separar sus cargas positivas. La fuerza nuclear “débil”, por su parte, transforma a algunas partículas periódicamente en otras, transmutando a los elementos y generando ciertas formas de radioactividad. Puede convertir a un protón en un neutrón, y viceversa, liberando otras partículas llamadas “neutrinos” en el proceso, destinadas a recorrer el universo sin obstáculo que pueda detenerlas. Gracias a la fuerza nuclear débil, millones de neutrinos nos atraviesan a cada instante, emitidos desde el interior de La Tierra, el Sol o hasta del mismísimo Big Bang.
El cosmos, hemos descubierto en esta travesía, no es tan parsimonioso como los griegos imaginaban, aunque eso no debería reducir su belleza. Muchas otras partículas existen, que resultan totalmente inútiles para la formación de estructuras complejas, y son indetectables para la vida. En realidad, con lo que hemos visto hasta ahora, ya conocemos al elenco subatómico principal de todas las obras que se pueden interpretar en La Tierra, pero hay muchas otras partículas “de relleno” vagando sin propósito por el escenario. Dependiendo de cómo organices a los dos tipos de quarks (el de arriba y el de abajo) puedes formar protones o neutrones, y al añadir electrones ya tienes átomos. Pero si en lugar de eso nos esforzáramos por estresar a nuestras partículas básicas, por ejemplo, colisionándolas a grandes velocidades en un acelerador de hadrones como el LHC, podríamos transformarlas en otras variantes verdaderamente exóticas, condenadas a desaparecer en un instante. Quarks extraños, encantadores, de fondo y de tope, se producen solo para decaer inmediatamente en sus formas más estables y familiares. También los electrones pueden transformarse en versiones más pesadas, como los muones o taus. Estas formas no son prevalentes hoy en el universo, debido a su inestabilidad, pero sin duda lo fueron durante sus primeros instantes hace 13,800 millones de años, cuando toda la materia y energía estaba concentrada sobre sí misma. Estudiar estas partículas “inútiles” es viajar al pasado más distante que podamos concebir; un destino tal vez inesperado para nuestro Expreso del Infinito.
Esta sorpresiva quinta estación nos traslada entonces al inicio del cosmos y todo lo que existe en él, hacia una sopa de campos cuánticos y sus respectivas partículas interactuando a temperaturas inimaginables, en el caldero de la creación. Del caos inicial, el orden y la complejidad progresivas, no por obra de los dioses griegos lujuriosos, y no tan idealizado como sus formas geométricas perfectas, pero burbujeante con un potencial creativo incalculable. Eventualmente el universo se enfriaría los suficiente para la formación de átomos, acumulados en nubes de material que darían origen a las primeras estrellas. En sus núcleos ardientes, los átomos se fusionarían en formas más pesadas, que serían esparcidas espectacularmente por el universo gracias a las explosiones supernovas, colapsando luego en nuevas generaciones de estrellas con pequeños planetas alrededor. Estos elementos químicos darían paso a la vida, la consciencia y la inteligencia, y con ello, al camino de retorno a la primera estación de nuestro viaje, sentados con lápiz en mano, observando un punto minúsculo en una hoja de papel.
El final del viaje se siente un tanto melancólico, como todas las grandes travesías, y es fácil experimentar sentimientos encontrados, pero una cierta conclusión es totalmente inescapable: si acaso la curiosidad por la naturaleza y sus designios puede entenderse como una forma de “amor”, motivándonos a estudiarla y comprenderla, deberíamos estar entonces dispuestos a otorgar aún más razón a nuestros pensadores de la antigüedad. Sin duda alguna, el amor por el conocimiento es verdaderamente la fuerza fundamental que motiva al pensamiento, y el combustible para el tren más especial en el que podamos viajar.
Permitámonos la indulgencia ocasional de abordarlo, relajarnos, y dejarnos llevar a una nueva aventura.
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