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Edgar Allan Poe es para muchos el maestro de la narrativa de misterio, y con buena razón, ya que sus historias tienen una capacidad atrapante para perturbar y estremecer al lector, transportándonos en un instante a un mundo gótico de sombras que nos acechan desde los muros. El genio de Poe derivó en buena parte de su reconocimiento de que la clave del terror, para nosotros criaturas curiosas e inquisitivas, es justamente lo desconocido o lo incomprensible. El daño inminente que no podemos prevenir o mitigar, la tortura continua cuyas causas no entendemos y que parece más allá de toda razón o juicio. Nunca nos queda realmente claro, por ejemplo, cuál es el insulto que produce en Montresor una ira homicida contra Fortunato, en El Barril de Amontillado, mientras lo vemos dirigir a su víctima a un sepulcro inesperado y horripilante. Nunca entendemos qué clase de poder inclasificable y supernatural aqueja a los habitantes de La Casa de Usher, incluso mientras el narrador presencia su colapso lúgubre al escapar de los cadáveres de Roderick y Lady Madeline. Nunca más, exclama el cuervo, sin motivo más que el de exaltar el duelo por la pérdida desgarradora de Lenore, solo eso y nada más.

En todos los casos, sus protagonistas batallaban sin esperanza contra sentimientos y fenómenos que parecían entidades autónomas en sí mismas, amenazas que trascendían cualquier causa, efecto o relación con el resto del universo. Como uno de sus personajes notaría célebremente, “llegará tarde o temprano el periodo en el que deba abandonar la vida y la razón del todo, en algún conflicto con el espíritu siniestro: EL MIEDO”. Y efectivamente, aunque terroríficas, bien sabemos que este tipo de historias pueden resultar magnéticas cuando nos dejamos arrastrar por su prosa a los rincones más inexplorados de nuestras propias mentes, encontrando un valor estético en la magia de aquello que nunca podremos comprender. Para Poe esta belleza inherente al misterio iba en oposición franca con el esfuerzo científico por revelar y explicar las relaciones más sutiles del universo –uno del cual él mismo tomó parte en más de una ocasión– y directamente lo expresó así en su Soneto a la Ciencia:

¡Ciencia! ¡verdadera hija del tiempo tú eres!

que alteras todas las cosas con tus escrutadores ojos.

¿Por qué devoras así el corazón del poeta?

Buitre, cuyas alas son obtusas realidades.

Soneto a la ciencia – Edgar Allan Poe

¿Tendría razón Poe en la crítica que expresa aquí a la comprensión natural del universo, anhelo permanente de la empresa científica? Lo cierto es que en este verso se esconden una verdad y una confusión, no en conflicto sino alimentándose la una a la otra. Razón tendría el poeta, sin duda alguna, en sentir cierto desprecio por un mundo que haya perdido su magia bajo las alas del buitre científico, devorando los rincones en los que históricamente se ocultaron las hadas y los espíritus, dioses, demonios y dragones. La confusión, sin embargo, radica en la caracterización poco halagadora y unidimensional que se nos expresa sobre los ideales de la ciencia, y su capacidad real para iluminar en su totalidad los secretos del cosmos. Después de todo, la belleza, dado que ésta sea algo que podamos reconocer, no habita solo en la capa más superficial de los fenómenos que nos rodean, siempre evidente a la mirada, o siquiera en la imaginación que usamos para llenar los puntos ciegos de nuestra percepción. La naturaleza no produce sus patrones intrincados y complejos solo para beneficio de la experiencia humana, en nuestras escalas y nuestros tiempos, al servicio de nuestro ego colectivo. Por el contrario, cada nivel de la existencia, desde los átomos más diminutos hasta los astros de tamaños inimaginables, desde el inicio del universo hasta el momento en el que se apague la última estrella, y más allá, el cosmos está cargado de belleza potencial, esperando ser apreciada y valorada por seres conscientes y valientes. Y para tranquilidad del poeta, también está cargado de misterios sobre misterios, en los que cada respuesta no hace sino abrir la puerta a un sin fin de nuevas preguntas.

El gran físico Richard Feynman es referencia obligatoria al discutir la belleza oculta del cosmos, ya que se ha hecho famoso su intercambio con un amigo artista que criticaba, como lo hizo Poe antes que él, la supuesta actitud depredadora del entendimiento científico para con la belleza del mundo. La hermosura de una rosa sería víctima inevitable de una cierta “mecanización materialista” si se estudiaba verdaderamente a fondo, bajo esta perspectiva, reduciéndola a componentes fríos y arruinando lo que la hacía valiosa en primera lugar. Feynman respondió a este argumento con la gracia que le caracterizó toda su vida, afirmando que el atractivo exterior de la flor era también accesible para el científico, pero que a diferencia del artista, éste podía ir más allá, apreciando su estructura interna, sus patrones moleculares e interacciones atómicas. Podía considerar la magia evolutiva que le había permitido convertirse, durante el transcurso de millones de años, en un espectáculo de luces coloridas para los humanos y, especialmente, para los insectos que necesitaba atraer para subsistir. ¿Tendrían los insectos alguna apreciación estética entonces, por los pétalos de las diferentes flores que podrían polinizar? Así, de una simple observación científica, cientos de posibles preguntas emergen y se interrelacionan, disparando nuestra imaginación y añadiendo –nunca restando– a la hermosura y misterio de las más de 100 especies del género “rosa”.

Si llevamos aún más lejos esta acotación de Feynman, algo que él seguramente aprobaría, podemos notar que la mirada científica es capaz incluso de revelar belleza en lo que a primera vista puede parecer feo o repulsivo. La eventual muerte de la rosa, por ejemplo, sería tradicionalmente un símbolo de decline y vejez, pero entre los pétalos marchitos, mirando con atención, encontramos el fruto de la polinización, listo para producir una nueva generación en el ciclo milenario de la vida en La Tierra. Cada semilla un pequeño milagro de la naturaleza, portadora de un embrión capaz de producir una nueva planta llena de rosas, esperando que el agua y la luz solar la inviten a salir y expandir sus raíces. Para su crecimiento, requerirá también oxígeno y dióxido de carbono, respirado hacia la atmósfera por otras formas de vida, macro y microscópicas, en el presente y en el pasado remoto de nuestro planeta. Consideremos un poco estos 3 ingredientes, comenzando por el aire que nos rodea, y exploremos algunas de las “capas de belleza” que se ocultan en una flor.


Los ancestros más distantes de la rosa eran organismos unicelulares de una milésima de milímetro, que hace 3 mil millones de años ocupaban el fondo oceánico como una alfombra azul marina, en un mundo en el que no existía el oxígeno atmosférico que nuestra rosa actual requiere para germinar. Esta cianobacteria puede lucir primitiva, pero incluso ella era ya una obra maestra de la evolución en muchas formas, razón por la cual continúa existiendo aún en la actualidad, superviviente de múltiples extinciones masivas en la historia del planeta. Algunas de ellas incluso tienen la capacidad de “ver”, con pequeños receptores que le permiten discernir entre una fuente de luz y la oscuridad del fondo del océano. Justo así pueden moverse hacia la luz, y realizar la fotosíntesis que terminaría inundando nuestro punto azul de oxígeno respirable, con el paso de eones procesando el dióxido de carbono disuelto en el agua de mar. Por mil millones de años, el oxígeno burbujeó desde el fondo del océano hasta la superficie, y nos regaló La Tierra Habitable.

Cadenas de cianobacteria vistas a través de un microscopio electrónico.

Los ancestros originales de la cianobacteria y de todos los seres vivos, que claramente eran aún más simples y básicos, emergieron en los océanos primordiales probablemente hace unos 3,800 millones de años. De ellos sabemos muy poco, pero sin su supervivencia inicial tampoco habría sido posible la belleza de la rosa. Con muy buena seguridad, el agua fue también su caldo de cultivo y medio ambiente principal, vital para las reacciones químicas orgánicas en las que toda la vida está basada en nuestro planeta. El agua, por supuesto, también tiene su historia, y derecho propio a ser considerada bella en sus flujos y ciclos, como segundo ingrediente requerido para la germinación de nuestra rosa.

Toda ilustración de La Tierra Primigenia suele incluir grandes chorros de vapor de agua emergiendo de las profundidades cavernosas del planeta, asentándose en la atmósfera recién nacida y eventualmente generando las primeras grandes tormentas. Lluvias torrenciales que duraron millones de años, llenando poco a poco los océanos terrestres como un diluvio eterno y violento. Este es un escenario altamente probable dado lo que sabemos, pero es válido preguntarse también, ¿de dónde surgió toda esta agua en primer lugar? No me malinterpreten, el agua no es un recurso escaso en el universo –aunque algunas historias de ciencia ficción nos llevan a veces a pensar lo contrario– y ésta sin duda estaba presente en la nube de material que colapsó para formar nuestro mundo. No obstante, debido a nuestra cercanía con el Sol en comparación con los grandes gigantes gaseosos del sistema solar exterior, no parece probable que el agua pudiera existir en un estado al menos húmedo durante la formación del planeta. Cada capa se habría ido secando progresivamente mientras el material continuaba acumulándose debido a la acción de la gravedad. Originalmente, La Tierra era un desierto desolado y seco. ¿Cómo se transformó en el mundo en el que crecen las hermosas rosas blancas, rojas, amarillas y, ocasionalmente, lavandas? Puede sonar un poco fantástico, pero la explicación más clara es que la lluvia original vino del espacio exterior. Cometas y asteroides, formados en las regiones más frías del sistema solar y cargados de agua como inmensas bolas de nieve, golpearon nuestro planeta uno tras otro, llenando las depresiones de la corteza de agua celestial. Hoy, esas gotas de rocío cósmico se acumulan en los pétalos de flor en las mañanas.

El tercer ingrediente necesario para el florecimiento de nuestra rosa es la luz que la planta utiliza para dar energía a su metabolismo a través de la fotosíntesis. La fuerza nuclear “fuerte”, que mantiene juntas a las partículas del núcleo atómico, es la principal responsable del brillo impactante y nutritivo del Sol. En las profundidades de la estrella, la violencia del flujo de material incandescente obliga a los átomos de hidrógeno a fusionarse para convertirse en helio, liberando energía cuando la fuerza nuclear atrapa un nuevo volumen de protones y electrones en su yugo. El hidrógeno que sirve de combustible para todo este proceso es el elemento químico primordial del universo, formado mayormente en el primer minuto luego del “Big Bang”, gracias a su simplicidad atómica. El resto de los elementos que nos componen a humanos, rosas, y todo lo demás que existe el universo, es el resultado de esta nucleosíntesis estelar, enriqueciendo el cosmos con las cenizas brillantes de las estrellas.

Bien, siendo honestos, no “todo” lo que existe en el universo es resultado de este proceso. De hecho, las estrellas no podrían haberse formado en primer lugar de no ser por la existencia de aún otro tipo de “materia original”, que por ser transparente a la vista e imperceptible al tacto ha sido denominada “materia oscura”. Sin su influencia gravitacional medible incluso hasta nuestros días, esas primeras estrellas, de haber siquiera existido, habrían esparcido violentamente el resto del material del cosmos más allá de toda posible acumulación, condenándolo a la oscuridad eterna. ¿Qué es realmente esta materia oscura sin la cuál no existiríamos? Al día de hoy, no lo sabemos, aunque sobran las partículas candidatas al título, vagando como pequeños fantasmas en los principales aceleradores del mundo, y en la mente de los investigadores.

Claro está que Richard Feynman, a pesar de su espectacular defensa de la belleza en la investigación científica, no tenía acceso a muchos de los conocimientos que tenemos hoy, apenas unas décadas después de su muerte en 1988. Hoy podemos trazar la historia del universo hasta la primera millonésima de segundo luego de su expansión inicial, al menos en líneas generales. Conocemos de la existencia de planetas habitables fuera de nuestro sistema solar, quizás con criaturas parecidas a las rosas creciendo entre sus rocas, adornadas con colores para los que no tenemos nombres. ¿Qué diría el poeta ante esta riqueza incomparable de verdades y misterios, alimentando la seducción de la rosa? Poe vivió un siglo entero antes que Feynman, así que supongo que podemos excusar en buena parte su interpretación un tanto gris del estudio científico en su soneto, y a través de él, reconocer el privilegio que representa poder apreciar la naturaleza en la actualidad con tantísimos matices y capas. Me quedo así con la primera frase de su obra: “ciencia, verdadera hija del tiempo eres”, revelándonos misterios titilantes que emocionan y exaltan el corazón del poeta.

Foto: Joshua Harris

Y por supuesto, ajena a nuestros debates, está la rosa, que por unos 40 millones de años ha estado floreciendo en La Tierra sin ser descrita y apreciada poéticamente por humanos, y cuya existencia es una ventana independiente hacia un universo interrelacionado más allá de nuestra imaginación.

Eso es belleza.

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