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Qué cosa tan increíble es un ser humano, tan lleno de contradicciones, razones, instintos, armado con una creatividad sin precedente en la historia del planeta, y un potencial terrible para la destrucción ciega. Somos el arte, la música y la guerra, la valentía y el egoísmo, la exploración, la ignorancia, la empatía, el amor y, especialmente, el conocimiento. Como ninguna otra especie en el registro biológico, la humanidad ha sido capaz de colonizar y modificar con una rapidez vertiginosa la totalidad de la superficie terrestre, casi siempre en detrimento de las formas de vida nativas en las diferentes regiones de nuestro mundo. Evolucionamos en la sabana tropical africana, desprovistos de pelaje para lidiar con el calor, pero en tan solo unas decenas de miles de años de migración nos hemos adaptado a cada zona climática del planeta, no mediante la evolución por selección natural —lenta e ineficiente en la escala de las generaciones humanas— sino con el poder de nuestro intelecto. Para enfrentar el frío de las regiones templadas y árticas, nuestros ancestros cazaron a los animales locales y se cubrieron con sus pieles. Con los materiales que encontraron en cada sitio al que llegaron, construyeron refugios y usaron el fuego para calentarlos e iluminarlos durante largas noches. Cruzaron ríos y hasta océanos en pequeñas embarcaciones precarias, buscando nuevas tierras y oportunidades. A diferencia de cualquier otro animal, fuimos capaces de inventar lenguajes complejos, con gramática y sintaxis, para expresar una infinidad de ideas con un número finito de sonidos y símbolos. Nuestras ideas se expandieron, ya no solo haciendo referencia al presente inmediato, sino también al pasado distante y al futuro aún por conocer. Imaginamos mundos que nunca fueron, y algunos de ellos, los hicimos realidad. Qué cosa tan maravillosa, y aterradora, es un ser humano. ¿Cómo es que llegamos a ser individual y colectivamente tan poderosos con respecto al resto de la vida en La Tierra? 

Por miles de años, ha sido ésta la pregunta fundamental del ser humano, abordada de lleno por las tradiciones religiosas y filosóficas de cada era. ¿Quiénes somos los seres humanos? ¿Cómo llegamos aquí? ¿Qué significa estar vivo y ser consciente? Incluso en nuestra era moderna, inmersos en un mundo científico, estamos acostumbrados aún a escucharlas, y esa familiaridad puede ofuscar en ocasiones lo extrañas y mortificantes que resultan estas interrogantes. Como alguien incapaz de recordar su propia infancia, víctima de la peor amnesia generalizada, los seres humanos hemos olvidado casi por completo nuestra historia. Con excepción de quienes continuaron habitándola hasta tiempos modernos, la mayoría de los pueblos olvidaron su verdadera tierra madre, África; también así las eras de hielo y los continentes sumergidos, la megafauna, las migraciones y las otras especies homínidas con las que por decenas de miles de años compartimos el planeta, nuestros primos ahora extintos. Luego de tantísimo tiempo e innumerables historias, aventuras y tragedias, cada sociedad de la antigüedad “despertó” en su propio rincón del planeta, tan aislados del resto que muchos de ellos se atrevieron a imaginar que eran los únicos “humanos” en todo el universo, especiales entre todos los animales, centro indiscutible de la creación divina. 

Cronos – Foto por Francisco Ghisletti

A través de las herramientas de la ciencia moderna, hemos comenzado apenas en los últimos siglos a redescubrirnos como especie, y a recuperar un poco de nuestra historia en el planeta que nos vio nacer. Aunque débiles, estos “ecos del pasado” aún pueden oírse si prestamos atención a lo que nos indican las rocas y el polvo de épocas distantes, siguiendo huellas casi imperceptibles a través de caminos olvidados. Si desempolvamos los restos de la resistencia y el ingenio de nuestros ancestros, así como sus marcas indelebles en el aire y en el agua y en la vida misma, podemos imaginar por un momento este “planeta original”, como lo describe el antropólogo David Cohen, sin ciudades, aldeas o residencias permanentes. Una Tierra sin campos de cultivo o cosechas, sin posesiones más grandes que las que podíamos cargar con nosotros. Todas nuestras herramientas, ropas, armas, hechas por nosotros mismos con lo que podíamos rescatar de nuestro medio ambiente inmediato. Guiándonos por esos rastros enterrados por el tiempo, viejos sepulcros y refugios abandonados, dediquemos un momento a conocer un poco más íntimamente a nuestros ancestros remotos, y exploremos junto a ellos el mundo antes del mundo.

PRIMOS SEPARADOS HACE MUCHO

Cuando Charles Darwin publicó “El origen del hombre”, aún no se había encontrado un solo fósil de ancestros humanos, lo cual alimentó significativamente el escepticismo social y académico hacia la evolución en general, y su aplicación a la humanidad en lo particular. Aún así, su visión inicial del proceso evolutivo estaba suficientemente completa para permitirle deducir que nuestro hogar ancestral debía encontrarse en África. “En cada región del mundo —escribió en 1871— los animales vivos están relacionados muy de cerca con las especies extintas de la misma región. Es, por lo tanto, probable que África haya sido habitada previamente por simios extintos cercanos al gorila y al chimpancé; y ya que estas dos especies son ahora las más cercanas al humano, es un poco más probable que nuestros progenitores tempranos vivieran en el continente africano, y no en otro”.

Una vez que los fósiles humanos comenzaron a aparecer, y con ellos las huellas, asentamientos y herramientas de individuos perdidos en la niebla de la historia, los campos de la paleoantropología y la arqueología se activaron de lleno para seguir rastros de cientos de miles de años de antigüedad. Pronto los investigadores fueron confrontados con huesos de humanos que aún no eran humanos del todo, un prospecto perturbador para nuestra visión idealizada y halagadora de nuestra propia historia. Cráneos “deformes” que no pudieron albergar un cerebro humano actual reposaban en criptas olvidadas, entre restos de herramientas de piedra y campamentos que ni el chimpancé más talentoso podría concebir el día de hoy. Muchos de estos “homínidos”, como se les terminó denominando, tal vez no hubieran lucido demasiado distintos de nuestros primos simios actuales para el ojo no entrenado, pero su comportamiento complejo y creatividad para la resolución de problemas habría ya fascinado a un observador científico. Esta nueva rama del árbol primate de la vida terrestre no era tu típico simio, y esto pronto daría paso a un arbusto entero de posibilidades cognitivas. 

Aún no estamos seguros de cuántas especies homínidas coexistían en África hace unos 4, 5 o 6 millones de años. La mejor respuesta disponible en la actualidad depende realmente del paleontólogo al que le preguntes. Algunos son “agrupadores”, tratando de acumular muchos fósiles distintos bajo un mismo nombre de especie, siendo muy conservadores a la hora de declarar que se ha descubierto una especie nueva. Otros son más “divisores”, y han decidido que las diferencias en los huesos que observamos pueden comprenderse mejor como los restos de especies separadas, existiendo durante diversos periodos y quizá compitiendo por recursos. La verdad del asunto muy probablemente se encuentra en algún punto intermedio, pero resultará muy difícil determinarlo con certeza. Usualmente entendemos una especie como una población suficientemente definida en términos genéticos y morfológicos como para ser claramente identificable en contraste con otras. Sin embargo, la naturaleza suele resistirse a estas clasificaciones humanas tan rígidas, con fronteras más suaves entre un grupo y otro, así como estados intermedios. Algunas especies pueden reproducirse con otras, produciendo en ocasiones crías estériles, pero en otras aún pueden tener descendencia viable híbrida. Estos comportamientos pueden identificarse y tomarse en cuenta sin mayores problemas cuando se trata de animales vivos, pero se convierten en un reto significativo cuando solo cuentas con fragmentos de huesos de las criaturas a estudiar. Una guía útil resulta de analizar huesos de animales modernos, cuyas clasificaciones conocemos mejor, para comparar qué tanto varían dentro de una especie con respecto a la variabilidad que observamos en los fósiles. Se trata de un rompecabezas con muchas posibles soluciones, desde considerar a todos los homínidos una única especie —Homo Sapiens como nosotros— o poblar nuestros árbol genealógico con 8 o más familiares ancestrales. 

1era fila: Sahelanthropus tchadensis, Australopithecus afarensis, Australopithecus africanus, Homo habilis, Homo georgicus, Homo ergaster. 2da fila: Homo erectus, Homo antecessor, Homo heidelbergensis, Homo floresiensis, Homo neanderthalensis, Homo sapiens.

Aunque pueda parecer confuso, esta abundancia de posibilidades es un gran problema a enfrentar. Darwin vivió en un mundo en el que sus escritos aún podían desestimarse como simples hipótesis y conjeturas de un hombre con una imaginación desbordada. Por fortuna, hoy conocemos suficientes poblaciones homínidas antiguas para trazar una cadena de especies y migraciones casi desde el ancestro común con los chimpancés y gorilas, hasta la actualidad. El infame “eslabón perdido” que se usaba en sus tiempos para criticar nuestro linaje evolutivo como incompleto o forzado ha perdido en tiempos modernos toda su escasa validez original.

De entre todas las especies homínidas que hemos descubierto, hay cuatro en particular que ameritan especial atención en nuestro intento por entender las vidas de nuestros parientes remotos: Homo erectus, Homo heidelbergensis, Homo neanderthalensis y, por supuesto, nuestra propia especie, el Homo sapiens. Tal vez, si un cierto hallazgo reciente implica que debamos también hacerlo, podríamos incluir adicionalmente al Homo floresiensis en este grupo, conocido como “el Hobbit”. La razón de este enfoque es que cada una de estas especies se aventuró más allá de África, y por lo tanto representan quizá la primera manifestación clara de nuestra inclinación colectiva por la exploración. Hace 1 millón de años, el Homo erectus habitaba ya los valles y tierras bajas de China, así como la isla de Java, en la actual Indonesia. Hace 800 mil años, sus descendientes, los Homo heidelbergensis, se habían expandido por toda África y Europa. En el continente del norte, estos se convertirían eventualmente en nuestros primos Neandertales, hace unos 300 mil años, mientras que los que se quedaron en África darían origen al Homo sapiens, apenas 100 mil años después. Estos últimos terminarían colonizando todo el globo, como bien sabemos, en lo que se conoce como el modelo del “origen africano reciente” de nuestra especie, la trayectoria mejor soportada por la evidencia con la que contamos. 

Foto por Yi Wu

Estas expansiones y migraciones progresivas a través de Asia, Europa, Indonesia y Australia, y eventualmente las Américas a través del continente ahora hundido de Beringia, vieron a nuestros ancestros enfrentar la furia de los elementos en una Tierra periódicamente congelada por las terribles eras de hielo, en competencia y posiblemente conflicto con los otros tipos de humanos que encontraron en sus travesías, primos separados hace mucho.  

DECLARACIONES QUÍMICAS

El periodo en la línea de tiempo de nuestro planeta que los geólogos llaman “Pleistoceno” abarca desde hace unos 1.8 millones de años hasta el inicio de la revolución agraria, hace apenas unos 12 mil años, y enmarca totalmente el escenario de la prehistoria humana. Como sugiere la amplitud de tiempo que estamos considerando, muchos cambios y fluctuaciones climáticas se dieron en nuestro mundo durante este lapso, caracterizado principalmente por la presencia recurrente de las “eras de hielo”. Aunque nuestra especie entra en escena en esta narrativa solo hacia el final del periodo, los primeros Homo sapiens también conocieron el mundo congelado que había dado forma y cierto nivel de consciencia a sus especies antecesoras. En nuestro caso, la inteligencia resultante de estas batallas contra los elementos, tal vez de manera irónica, nos convertiría en la única especie singular capaz de modificar notablemente la atmósfera del planeta, como lo estamos haciendo inadvertidamente en la actualidad. Parte importante de entender la época que nos vio nacer y, en el proceso, reforzar nuestra lucha moderna por mitigar el cambio climático, emerge de la comprensión de la relación entre la temperatura terrestre, la órbita de nuestro planeta y su relación con el Sol. 

La trayectoria de La Tierra alrededor del Sol no es un círculo perfecto, como supuso originalmente Copérnico en su modelo del sistema solar. Johannes Kepler lo corregiría apenas un siglo después, deduciendo correctamente que las órbitas de los planetas son en realidad elipses y que, por lo tanto, hay momentos en los que se encuentran más cerca del Sol, y otros en los que se alejan un poco. Esto sucede no solo en cada vuelta, sino también con respecto a su distancia promedio a largo plazo, en ciclos que se extienden por miles de años. Evidentemente, cuando el planeta está más cerca de nuestra estrella se calienta proporcionalmente, y viceversa, cuando nos alejamos. En el caso de La Tierra, este ciclo de acercamiento y alejamiento dura unos 100 mil años en repetirse. Igualmente, el eje de inclinación de nuestro mundo tampoco es fijo, sino que sube y baja periódicamente, en ciclos de 41 mil años, causando que los extremos de temperatura en los hemisferios norte y sur varíen con el tiempo y la época del año. A estos efectos se suma también el tambaleo del planeta durante su giro —razón por la que la estrella polar cambia con el tiempo— en ciclos de 23 mil años. Estos factores se han combinado de maneras caóticas con el paso de las épocas, en ocasiones generando periodos glaciales de frío extremo. Este fue precisamente el mundo en el que crecimos, de acuerdo a ciertas “declaraciones químicas” de testigos que estuvieron presentes.

En las profundidades del océano, al taladrar el lecho marino para obtener muestras que han estado aisladas de la atmósfera por millones de años, encontramos conchas de pequeños animales marinos antiguos llamados “foraminíferos”. Al analizarlos, notamos que estos restos contienen dos tipos diferentes de oxígeno que son relevantes para nuestra investigación: el O16 normal y silvestre, y el O18, una variedad más pesada. Aunque ambos están presentes naturalmente en el océano, la versión más ligera del oxígeno tiende a evaporarse más hacia la atmósfera, lo que causa que se encuentre un poco más de O16, con respecto a la versión pesada, en la lluvia o la nieve que cae del cielo. Durante las eras de hielo, esa agua que se precipitaba terminaba congelándose en valles, ríos y lagos en lugar de regresar a la fuente, dejando al océano con una proporción mayor de oxígeno pesado O18. Esto quiere decir que más O18 en las conchas marinas está fuertemente correlacionado con muy bajas temperaturas atmosféricas durante su formación. Si deducimos también la época en la que vivieron estas criaturas mediante el contenido de uranio de las rocas circundantes, cada una de estas muestras se convierte en un registro confiable y sorprendentemente preciso del clima terrestre en el pasado remoto. 

Gracias a ello sabemos que el Pleistoceno fue un periodo marcado por repetidas eras de hielo, visibles claramente en lo que se conoce como las “etapas isotópicas marinas”, evidentes en las muestras. Al comparar esta historia con la diversidad genética de los humanos actuales y los restos físicos de sus migraciones, notamos que nuestros ancestros estaban, al igual que nosotros, atados al clima terrestre, con expansiones y embudos de población directamente asociados a los niveles de oxígeno en las muestras. Se trata de otro eco aún audible de las vidas y retos que enfrentaron nuestros predecesores. 

Evaluar la especie que somos ahora, con todas nuestras virtudes y defectos, requiere entender la batalla constante contra los elementos y la escasez que coloreó todas nuestras interacciones sociales. Lejos de ser “héroes” inspirados por un talento casi sobrenatural para la exploración y la grandeza, nuestros ancestros, al igual que nosotros, eran personas, obligadas a moverse constantemente para mantenerse con vida cuando las condiciones cambiaban. Nos encontramos actualmente en todo el mundo no por efecto de una especie de “destino manifiesto”, sino por contingencia y sobrevivencia. Algo con lo que todos podemos sentirnos identificados, aún cientos de miles de años en el futuro. 

SEMILLAS DE LA HUMANIDAD

Un típico asentamiento prehistórico de homínidos, ya sea que nos haya pertenecido a nosotros mismos o a una de nuestras especies antecesoras, se caracteriza principalmente por la presencia de herramientas de piedra bastante sofisticadas, en comparación con lo que pueden manufacturar otros animales en la actualidad. No se trataba solo de rocas que, aún manteniendo su forma original, se usaban para golpear o romper algo. Más bien encontramos al verlas que nuestros ancestros más primitivos eran capaces de visualizar en sus mentes la forma que debía tener la roca para el propósito planificado, y luego esculpirla con impactos precisos hasta lograrla. Así aprendimos gradualmente a sacar filo a las piedras y a obtener piezas planas que nos permitieron cortar y aplanar los cuerpos y pieles de otros animales. Claro está que varias especies no humanas también tienen la capacidad de usar las herramientas disponibles en su medio ambiente — se ha observado hacerlo a aves, simios y otros mamíferos— pero ninguna parece capaz de modificar un objeto de esta forma deliberada para un propósito futuro, no inmediatamente aparente. Los homínidos fueron los primeros, y hasta ahora únicos, en desarrollar esta habilidad hace más de dos millones de años.

La llamada “edad de piedra” es dividida tradicionalmente por los arqueólogos en 3 etapas, aproximadamente equivalentes al periodo Pleistoceno: el “paleolítico” viejo, el “mesolítico” intermedio y el “neolítico” más reciente. Estas categorías están basadas en la prehistoria europea (la primera en estudiarse académicamente), por lo que pueden presentar variaciones en otras regiones, pero en general nos sirven para delimitar nuestro lenguaje al discutir estas épocas tan lejanas. Cada etapa se caracteriza por diferentes estilos y complejidad en la fabricación de herramientas de piedra, y ciertas variaciones generales en el estilo de vida de nuestros ancestros. De manera muy simple, pasaron de ser totalmente nómadas en el paleolítico, a establecer asentamientos temporales en el mesolítico, y finalmente a crear aldeas, pequeñas ciudades, granjas y obras en arcilla, durante el neolítico. No mucho después, comenzaríamos a escribir nuestros pensamientos e historias para la posteridad. 

Durante el paleolítico, la más larga de las 3 subdivisiones, las herramientas de piedra comienzan a aparecer en el registro arqueológico aproximadamente hace unos 2.5 millones de años, creaciones de algunos de los primeros miembros del género “Homo”. Se trataba de artefactos muy simples, no mucho más que piedras que habían sido talladas para obtener un cierto filo con el cual cortar, pero que ya superan con creces cualquier esfuerzo de un chimpancé actual. A este primer esfuerzo humano por producir materiales con los que alcanzar un cierto propósito se le denomina “Olduvayense”, nombrado así por el lugar de su descubrimiento inicial en Tanzania. El siguiente nivel de complejidad en las herramientas de piedra puede observarse también fuera de África, correspondiente al periodo de los 1.7 millones de años en adelante. Estas herramientas nivel 2, llamadas “Achelenses” por su descubrimiento en St. Acheul, Francia, se notan bastante más especializadas para el uso continuo. Las llamadas “hachas de mano” son básicamente rocas esculpidas de forma bifásica, que maximizan la superficie cortante de la herramienta. Es posible que hayan sido amarradas también a mangos de madera, pero estos materiales biodegradables no sobrevivieron al paso de los años, de haber existido. Tal vez no se trata de la innovación más impactante luego de más de 500 mil años de usar piedras para cortar, pero es lo que esperaríamos de un conjunto de especies curiosas abriéndose lentamente el camino a la consciencia. En Europa, este 2do nivel solo se hace aparente apenas hace unos 600 mil años, mucho después que en el continente original. Estas son las herramientas que más asociamos al Homo erectus, una de las primeras especies homínidas en migrar hacia Eurasia. 

Foto: Alastair Key y Metin Eren

Tal vez la diferencia principal entre estos dos niveles es la simetría y el detalle que demuestran los esfuerzos más recientes. ¿Comenzaban nuestros ancestros en esta época a desarrollar un cierto sentido estético por sus utensilios de uso diario? No contamos con evidencia adicional de la presencia de alguna forma de arte en este periodo, pero es una posibilidad interesante de considerar. La “belleza” nació en nuestro planeta el día que un cerebro animal se desarrolló lo suficiente para reconocerla y apreciarla. 

Para descubrir el tercer nivel de complejidad en las herramientas de piedra debemos adelantar el reloj hasta hace unos 250 mil años, y trasladarnos de vuelta a África. Allí, el Homo heidelbergensis comenzó a producir gradualmente una gran diversidad de artefactos para diferentes usos, bastante más especializados que lo que se veía en otras partes del mundo. Muchos de ellos se usaban montados en mangos de madera, y algunos lucen claramente como puntas de flechas o lanzas rudimentarias, lo cual se encuentra ya mucho más cerca del nivel observado en las poblaciones de nuestra propia especie, el Homo sapiens. La evidencia indica que también coleccionaban rocas rojizas, ricas en hierro, que utilizaban para producir arte. También controlaban el fuego de manera “doméstica”, con espacios reservados para fogatas en sus refugios, alrededor de los cuales sin duda se reunían para alimentarse y socializar. ¿Cómo luciría una de estas veladas, si pudiéramos observarla sin ser vistos? ¿Qué tan complejas eran sus comunicaciones, ideas y relaciones? Por primera vez en la historia del planeta, cuando uno de los miembros de esta comunidad fallecía, sus familiares no solo lamentaban su pérdida, sino que lo devolvían a La Tierra de forma ritual, polvo al polvo. Estas eran las semillas de la humanidad, germinando lentamente con cada generación.

Las dos especies “hijas” del Homo heidelbergensis, el Neandertal en Europa y el Homo sapiens en África continuaron usando este tercer nivel de herramientas, llamadas “Musterienses” por el sitio en el que originalmente se descubrieron las versiones neandertales en Francia. Eventualmente, nuestra especie daría el siguiente salto tecnológico en África hace unos 40 mil años, incrementando enormemente la variedad de artefactos de piedra, e incorporando también el hueso como materia prima. Las armas proyectiles para la cacería también mejoraron exponencialmente, con disparadores de lanzas, así como arcos y flechas. Sus refugios ahora eran mucho más elaborados, con áreas funcionales definidas, y un nivel de adorno y ritual en sus tumbas que podemos reconocer como definitivamente “humano”. El arte que encontramos de esta época, especialmente descubierto en cuevas de España y Francia, sigue siendo hermoso a nuestros ojos el día de hoy, con dibujos complejos de animales, cacerías, figuras rituales e impresiones de cientos de manos en las paredes. A pesar de lo lejanas que se encuentran de nuestra propia experiencia, hay algo que podemos afirmar con total certeza al presenciar estas manifestaciones: estas personas querían ser recordadas. Estuvieron aquí. 

Cueva de las Manos – Argentina.

UN CALENDARIO NATURAL

Cuando encontramos restos de artefactos o huesos humanos en una excavación arqueológica, no hay componente más crucial de su estudio sistemático que la asignación de una fecha de origen histórico al descubrimiento con una precisión aceptable. Muchas veces, especialmente cuando hablamos de restos no tan antiguos, la capa de terreno en la que hacemos el hallazgo es suficiente para estimar la “datación relativa” del mismo. En un ejemplo simple, un artefacto que se encuentre debajo de una capa de ruinas romanas, pero por encima de una tumba de la edad de bronce, puede establecerse con cierta seguridad en la edad de hierro, justo entre estos dos periodos. Una manera más precisa de hacerlo es medir la antigüedad del objeto directamente, o de la capa específica en la que está enterrado, asignando una “datación absoluta” al descubrimiento. Para lograr esta hazaña, debemos intentar escuchar dos ecos adicionales de la historia remota de nuestro planeta, a través de la radiometría o la luminiscencia ópticamente estimulada.

Como lo vimos previamente con los diferentes isótopos de oxígeno indicándonos la presencia de eras de hielo antiguas, las proporciones de diferentes versiones de los elementos químicos en un material pueden convertirse en una ventana hacia el pasado distante. Para el rango de tiempo aplicable a la evolución humana, quizás el elemento más utilizado es el carbono, ya que su versión más pesada e inestable, el C14, se encuentra presente en los materiales orgánicos en la misma proporción que en la atmósfera que respiraron esos seres vivos, pero una vez los organismos mueren, éste decae con una tasa predecible a su versión más estable, el C12. Midiendo estas proporciones podemos calcular cuándo las muestras fósiles, ya sean huesos o incluso madera, fueron parte de un ser vivo. 

Cráneo Homo heidelbergensis – Museo Australiano

Algo a tomar en cuenta, sin embargo, es que la cantidad y proporción de carbono en la atmósfera ha cambiado durante el paso de los milenios, y por lo tanto se debe calibrar el cálculo para tomar en cuenta esta variable. Antes del año 2004, esta calibración no se hacía con el cuidado que se tiene en la actualidad, por lo que las fechas estimadas con esta técnica antes de eso suelen ser entre 2000 y 7000 años más viejas de lo que se pensaba anteriormente. Tal es el proceso de la ciencia, en constante mejoría y revisión de sus resultados. Aún así, la radiometría basada en carbono es suficientemente confiable para datar muestras orgánicas de hasta hace unos 50 mil años de edad. Con restos más antiguos se debe medir la proporción de otros elementos químicos con una vida media más larga, como el uranio, el potasio o el argón de las rocas circundantes.

Una técnica adicional y de invención relativamente reciente, es la que hace uso de la llamada “luminiscencia”. Cuando un pequeño grano de cuarzo cristalizado está sujeto a la radiación solar o algún material radioactivo cercano como el uranio, algunos electrones quedan atrapados en las pequeñas imperfecciones de su estructura molecular. Estos solo pueden ser liberados posteriormente por la luz o el calor que inciden nuevamente en el cristal, agitando su estructura. Sin embargo, si el diminuto trozo de cuarzo es enterrado en algún momento, solo podrá continuar acumulando electrones, sin posibilidad de regresarlos al medio ambiente. El cristal se habrá convertido en un calendario natural, registrando el paso de las épocas. Al ser excavado para su estudio, éste debe mantenerse totalmente a oscuras para evitar que la luz libere a sus electrones acumulados, arruinando la muestra. Eventualmente, en el laboratorio, bajo una tenue lámpara rojiza muy controlada, los cristales son calentados y comienzan a brillar de manera fantasmal, liberando la energía y la belleza que secuestraron durante milenios, contándonos sus secretos. 

 AL RITMO DEL CORAZÓN

Los secretos del pasado no solo se esconden en los cristales de cuarzo enterrados hace milenios, o en la química de La Tierra antigua. Nuestra herencia común no es evidente únicamente en la complejidad de nuestras herramientas de piedra, o lo trascendental de nuestra capacidad temprana para el arte más hermoso. También somos, cada uno de nosotros, un eco viviente de las historias y travesías de nuestros ancestros. Iluminados bajo la luz correcta, también nosotros brillamos con revelaciones y misterios, impresos en cada célula de nuestros cuerpos. Cada molécula de ADN es un registro del pasado de nuestra especie, tanto como es una instrucción para construir su futuro. 

Tu ADN, querido lector, es casi totalmente idéntico al mío, con algunas contadas diferencias que nos otorgan rasgos individuales. Debido a esto último, no somos clones, pero sí primos muy cercanos, separados hace poco. Muchos de nuestros genes —segmentos de ADN que codifican una instrucción específica— tienen funciones esenciales para la existencia y persistencia de la vida. Son los que determinan la morfología de nuestros cuerpos y el proceso para aprovechar la energía que consumimos. Algunos otros gobiernan nuestras apariencias superficiales, determinando el color de nuestro cabello, o la posición y forma exacta de nuestra nariz. Dadas sus diferentes jerarquías, cuando sucede un error en la copia de estos genes, lo que se conoce como “mutación”, las consecuencias pueden ser solo cosméticas o absolutamente catastróficas, dependiendo de cuál sea la función afectada. La selección natural es el proceso que elimina progresivamente de nuestro patrimonio genético colectivo aquellas mutaciones que son negativas para la supervivencia y la reproducción, mientras distribuye aquellas que tienen algún efecto positivo, aunque pueda parecer menor. 

Molécula de ADN – KTSDESIGN/SCIENCE PHOTO LIBRARY

También existen genes que son mayormente neutrales, y no tienen consecuencias evidentes en nuestras capacidades, por lo que la naturaleza no castiga o recompensa a sus portadores. Si estas mutaciones terminan esparciéndose o desapareciendo de una población, lo hacen por la misma razón por la que surgieron en primer lugar: el azar. Puede que estos genes neutrales regulen algún proceso de importancia menor en nuestros cuerpos, o puede que sean absolutamente inútiles para la célula. Nuestro ADN está lleno de cadenas de este tipo, genes que ni siquiera son “leídos” en algún momento por la célula, código cuya función desconocida puede haber sido útil en algún momento, o que podría nunca haberlo sido. Aunque nuestros cuerpos no tengan un uso evidente para ellos, al no estar sujetos a la selección natural, estos genes relativamente estáticos pueden resultarnos útiles para rastrear nuestros linajes familiares

La mayor parte del ADN se encuentra protegido en el núcleo de cada célula, siendo leído y copiado constantemente. También existe un poco de ADN independiente en pequeñas cápsulas fuera del núcleo, dedicadas a la producción de energía para el resto de la célula . Estas son las “mitocondrias”, orgánulos que resultan claramente esenciales para toda la operación celular. Tan es así que la primera célula en haberse formado en nuestro mundo, en océanos primordiales hace más de 3,800 millones de años, bien podría haber surgido como una alianza tentativa entre una colonia cerrada de ARN y una mitocondria que encontró protección dentro de su membrana a cambio de producir energía. 

Este ADN mitocondrial, al estar tan escondido y ser independiente del resto de la célula, está relativamente aislado de los embates de la selección natural, por lo que las mutaciones neutrales se acumulan más rápidamente allí que en el ADN nuclear. Dado un tiempo promedio conocido para la aparición de nuevas mutaciones, podemos usarlas para entender las migraciones, encuentros y separaciones de las distintas poblaciones alrededor del mundo. Adicionalmente, el ADN mitocondrial no se mezcla durante la reproducción sexual, por lo que es especialmente elocuente exponiendo nuestras relaciones matrilineales. El óvulo materno aporta, en casi la totalidad de los casos, la mitocondria de un nuevo feto, por lo que usualmente la heredamos de nuestras madres. Este descubrimiento fue una gran noticia para los genetistas tratando de reconstruir nuestro pasado, ya que como sabemos los genes nucleares se mezclan en cada reproducción —23 de la madre y 23 del padre. Esto garantiza la variabilidad genética y adaptabilidad de la especie, pero complica inmensamente el proceso de rastrear un gen específico mientras salta de generación a generación.

Los papás también aportan una porción de ADN que escapa de la recombinación genética en el momento de la fecundación, gracias a lo cual los linajes patrilineales también han podido rastrearse. Se trata de un segmento específico del cromosoma Y, heredado exclusivamente de nuestro padre. El resto de las instrucciones genéticas también pueden ser investigadas a través del tiempo, pero esto involucra lidiar con las dificultades que representa nuestra afición al sexo como método reproductivo. Un pequeño precio a pagar por la protección genética colectiva que esta práctica representa, entre otras ventajas. 

Eva Mitocondrial – Sam Falconer

Aunque todos los seres humanos modernos podemos rastrear nuestros linajes genéticos a una gran variedad de lugares y momentos en la historia de la humanidad, dependiendo de nuestras narrativas familiares personales y la región en la que hayamos nacido, si regresamos el reloj molecular lo suficiente, todos los linajes convergen espectacularmente, en África. El ADN matrilineal en particular se ha rastreado a una mujer específica que vivió hace 200 mil años en este continente, Eva, la madre de la humanidad. Allí se encuentra aún hoy la mayor diversidad genética de la especie, evidencia muy poderosa de que es donde tenemos más tiempo habitando continuamente.

Es así como toda la evidencia fósil, genética, geológica y antropológica se refuerza interdisciplinariamente, revelando una fotografía cada vez más clara de nuestro pasado. Somos el simio que despertó en la sabana, y se inventó un universo entero. Reconocerlo se siente en cierta forma como volver a casa después de un largo viaje, o recordar nuestra infancia desde la perspectiva de la adultez.

“Es una cosa graciosa volver a casa. Nada cambia. Todo luce igual, se siente igual, huele igual. Te das cuenta entonces de que lo que ha cambiado, eres tú” 

– Eric Roth. “El Curioso Caso de Benjamin Button”. 

En el pasado, y desafortunadamente aún en la actualidad, algunas personas han pretendido exagerar nuestras diferencias genéticas con el propósito de discriminar y dañar a otros, buscando separarnos por el color de nuestra piel o cabello, nuestra estatura, o hasta la forma de nuestros cráneos, labios o narices. No obstante, la ciencia moderna nos dibuja una imagen integrada de nuestra especie que va en total oposición con estas ideas racistas y obsoletas. La diversidad genética entre las diferentes poblaciones humanas es poca y de aparición reciente, explicada completamente por la adaptación a los diferentes patrones climáticos del planeta y la deriva genética azarosa. La evidencia corre por nuestras venas al ritmo del corazón: aún somos todos esa especie aventurera e ingeniosa, terrible y maravillosa, que marcó sus palmas en las paredes de una cueva buscando trascender. 

LA ESPECIE QUE ENFRENTA AL MIEDO

Y la búsqueda continúa. Comprender nuestros inicios humildes en la sabana africana, nuestra evolución cognitiva lenta y eminentemente gradual, nuestras interacciones con otras especies y las migraciones desesperadas que protagonizamos alrededor del globo, nos otorga una perspectiva más amplia sobre la realidad del camino recorrido y las posibilidades que nos depara el futuro. Quizá no es una historia tan halagadora como nos hemos inventado culturalmente. No somos los héroes o protagonistas en el gran entramado de la vida en La Tierra, custodios por derecho divino de la creación. Otros humanos compartieron por milenios el planeta con nosotros, pero terminaron extinguiéndose. Desde su perspectiva, puede que hayamos sido nosotros los villanos del cuento, monstruos y depredadores. Pero también somos la especie que enfrenta al miedo, que reconoce su propia existencia, que explora el mundo entero inventando herramientas e imagina sobre lo que podría haber más allá. La intensidad de la era de hielo vino y se fue, pero nosotros seguimos aquí, perseverando quizá contra todo pronóstico. Somos, genética e intelectualmente, un registro vivo del universo, recopilado a través del estudio científico.  

¿Cuáles de estos atributos contradictorios terminarán definiendo nuestro destino? Para bien o para mal, el pasado no tiene el poder de determinar nuestro futuro. Nuestros ancestros aprendieron con gran dificultad a sobrevivir en un mundo hostil, pero continuar mejorando y evolucionando depende ahora de nosotros. El mundo entero y todas las criaturas que lo habitan dependen de nuestras decisiones colectivas en las próximas décadas.

Qué cosa tan increíble es un ser humano. 

Foto por Annie Spratt

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1 comentario
  1. […] de hace algunos miles de años estaba íntimamente entrelazada con los ciclos de la naturaleza, no se trataba precisamente de un picnic al aire libre. Si verdaderamente quisiéramos experimentar la conexión profunda de sus estilos de vida con el […]

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