La jornada típica en una de nuestras grandes ciudades puede resultar bastante agitada. Cuando estamos teniendo “uno de esos días”, pareciera que cada aspecto de la vida moderna se combina en una especie de conspiración psicológica: el trabajo, el tráfico, las fechas de entrega, los compromisos sociales y el ruido de miles de bocinas de autos regañándose en la autopista. Como mecanismo de defensa para enfrentar este tipo de ataques, conviene a veces tener un refugio mental al que podamos escapar en busca de paz. En mi caso, se trata de un pequeño rincón preservado en mi memoria; un punto específico en el espaciotiempo que una vez habité y al que ahora me traslado cuando el presente me queda a deber la tranquilidad que anhelo. En esos momentos, me imagino de pie frente a la amplia ventana de la habitación en la que crecí, elevada 14 pisos sobre una hermosa bahía, en mi modesta ciudad natal.
El arco entero del Sol en el cielo era visible desde esa ventana tan iluminada, sin importar la época del año —una de las muchas ventajas de vivir cerca del ecuador. Sin embargo, los instantes específicos a los que me transporto durante estas situaciones de “emergencia cognitiva”, son esos atardeceres impactantes que podían apreciarse al final de cada día. Pasé tantos años mirando al Sol incrustarse lentamente en el Mar Caríbe, en una sinfonía de colores y emociones, sintiendo al viento del oeste refrescar mi rostro. Tanto tiempo observando a las olas posarse plácidamente sobre la arena, y pensando activamente en los días del pasado y los días del futuro. Al día de hoy, aún puedo ver esa playa cuando cierro los ojos y procuro relajarme, y las bocinas ruidosas se pierden en una especie de neblina impenetrable, y los reportes esperan y los compromisos ceden por un instante. A veces el recuerdo se hace verdaderamente vívido en mi memoria, y puedo incluso sentir a las aves marinas revoloteando sobre mi cabeza, y alucinar con botes de pesca subiendo y bajando de manera hipnótica con el vaivén de las corrientes. Cuando la ciudad arremete contra mis sentidos, la naturaleza me rescata y me recuerda quién soy y de dónde vengo.
Esta experiencia de relajación y meditación profunda en comunión con “el mundo natural”, sea presencial o imaginaria, está lejos de ser única a mi persona. Cada año millones de individuos y familias invierten sus recursos en visitar los destinos más remotos, ansiosos por pasear, nadar, explorar, escalar, surfear, navegar, acampar y socializar bajo el manto infinito de las estrellas. Nadie que lo haya hecho en alguna ocasión podrá negar el valor intrínseco de estos momentos, aún cuando, pasado suficiente tiempo, comenzamos a extrañar las comodidades del hogar. Incluso sin salir de casa, muchos de nosotros cultivamos plantas en pequeños jardines, o compartimos con mascotas a las que acariciamos y consentimos al finalizar el día. Sea durante nuestras preciadas vacaciones o en la cotidianidad, los seres humanos parecemos sentir una especie de nostalgia por la naturaleza. Algo en nosotros se reconoce parte de ella y ansía volver a experimentarla como lo hicieron nuestros antepasados. Aunque el medio ambiente artificial que hemos creado está diseñado para satisfacer nuestras necesidades habitacionales, de sustento y entretenimiento, en ocasiones no podemos evitar ver más allá de las fachadas grises de los edificios. Cuando lo hacemos, nos arriesgamos a perdernos entre las nubes que flotan más allá, soñando despiertos con el vuelo libre de las aves y el nado profundo de las ballenas.
Imagínense por un momento, si gustan acompañarme, en un paseo apacible por un paisaje paradisíaco. El Sol ilumina amablemente su rostro, una corriente fortuita de aire acaricia su cuerpo, haciéndolos sentir apenas a un brinco y un salto de levantar vuelo. Las colinas verdes se extienden por kilómetros hasta el horizonte, puntualizadas aquí y allá por árboles frondosos y arbustos relucientes, llenos de primavera. La fragancia de este paraje ficticio aún revela los secretos de la lluvia de la noche anterior, y la humedad acumulada en la tierra se siente reconfortante bajo los pies descalzos. En cierta dirección, a lo lejos, la orilla de un lago cristalino invita a relajarse, oyendo a las aves cantar sin penas o reservaciones. Sin duda, parece un buen sitio para sentarse, dejar ir las preocupaciones y permitirnos la indulgencia de una merecida siesta.
¡Qué maravillosa es la naturaleza! O más bien, si somos honestos, qué maravillosa versión idealizada de ella hemos construido para nuestro deleite personal. Después de todo, la musa de nuestra imaginación no parece incluir hormigas fastidiosas que saboteen nuestro sueño, o el hedor de un roedor desafortunado que se descompone desde hace algunos días. No hay mosquitos o garrapatas tratando de succionar nuestra sangre. No hace demasiado calor ni nos ataca un frío desalmado, ni hay gatos monteses buscando una presa fácil dormida en el descampado. Tampoco estamos en riesgo de ser envenenados por alguna planta puntiaguda, o de que un movimiento telúrico nos despierte repentinamente, abriendo una grieta terrorífica bajo nuestros pies. No hay cenizas ni volcanes, ni incendios forestales, ni murciélagos que transmitan enfermedades terribles, acechando entre las sombras. No hay huracanes o tornados o tormentas de hielo punzante, ni asteroides inmensos flotando sobre nuestras cabezas, amenazándonos con una extinción masiva que nos arruine el momento. Con frecuencia, la naturaleza con la que fantaseamos realmente es esta versión sanitizada, esterilizada, paquetizada y garantizada; un producto de consumo masivo no demasiado diferente de los que encontramos en las filas eternas de anaqueles que llenan los supermercados. De una manera similar, tendemos a romantizar las vidas de nuestros ancestros, contándonos historias hermosas sobre ese balance cuasi-místico entre la naturaleza y “el hombre” que caracterizaba a sus sociedades.
Un estudio más riguroso de nuestra historia nos revela que, aunque la experiencia humana de hace algunos miles de años estaba íntimamente entrelazada con los ciclos de la naturaleza, no se trataba precisamente de un picnic al aire libre. Si verdaderamente quisiéramos experimentar la conexión profunda de sus estilos de vida con el medio ambiente, tendríamos que aceptar también el terror de cazar una presa gigantesca, capaz de aplastar a una persona en segundos, o la parálisis absoluta que transmitían los ojos de un tigre brillando en la oscuridad.
Tal vez la primera forma de auto-consciencia que desarrolló el ser humano, como lo sugiere David Quammen en su obra “Monstruo de Dios”, fue la consciencia de ser carne y, por lo tanto, parte de la cadena alimenticia. Tanto como pueden molestar el tráfico, el ruido y el resto de las idiosincrasias de la vida moderna, nuestro día se vería decididamente más arruinado si al voltear una esquina nos encontráramos de frente con un espécimen de Arctodus en plena cacería. Este oso prehistórico pesaba casi una tonelada, midiendo poco menos de 4 metros de altura erguido en sus patas traseras. Patas largas, cabe añadir, evolucionadas para la velocidad. Muchos de nuestros ancestros indudablemente encontraron su final en las garras de bestias como ésta, hace unos 15,000 años, durante los últimos días de la era de hielo.
Sin importar en qué rincón de La Tierra te encuentres, es muy probable que la megafauna similar al Arctodus fuese muy común donde estás, en un pasado no muy distante. Mamuts inmensos en grandes travesías migratorias, aves carnívoras más grandes y veloces que un hombre adulto, y felinos que avergonzarían al león más orgulloso, todos evidenciados por fósiles impactantes del pleistoceno tardío y principios del periodo holoceno. Más aún, si pudiésemos viajar en el tiempo a cualquier punto de los últimos 250 millones de años en nuestro planeta, notaríamos rápidamente que abandonar nuestro vehículo sería una pésima idea. Cualquiera sea el ecosistema que hayamos decidido visitar, estará más que seguramente habitado por múltiples depredadores de talla extra grande, buscando su siguiente bocadillo. Sin embargo, a pesar de su relativa abundancia en todas las épocas del pasado, estas criaturas enormes, con alguna contada excepción moderna, ya no deambulan por las planicies o acechan en la sabana. ¿Qué pudo haber sucedido con todas ellas? ¿Por qué son hoy los huesos viejos y polvorientos los únicos que nos recuerdan su existencia?
El secreto a voces de la vida, y toda su maravillosa variedad actual, es que la muerte y la extinción nunca se encuentran muy lejos, como la sombra contraparte de un día soleado. Si fuéramos descuidados eligiendo la fecha destino de nuestra exploración temporal, bien podríamos encontrarnos en uno de los múltiples eventos de extinción masiva en la historia de nuestro mundo. Normalmente, el responsable principal de estas matanzas naturales fue el cambio climático extremo y violento, en una escala global, como consecuencia de algún evento catastrófico. El apocalipsis podía ser de origen geológico o proveniente del universo desconocido más allá de nuestra atmósfera. Entre los súper volcanes, impactos de asteroides, explosiones cósmicas de rayos gamma o las dinámicas variables de la órbita terrestre, la vida ha tenido que recuperarse de situaciones realmente devastadoras. Durante los peores de estos eventos, más del 90% de las especies fueron erradicadas de la faz del planeta.
Como esperaríamos, durante los últimos años de la megafauna ahora extinta, el clima terrestre sufrió también grandes cambios, debido al final abrupto del periodo glacial. Millones de especies tuvieron que adaptarse a las nuevas condiciones en un periodo relativamente corto, lo cual generó poderosas presiones evolutivas ambientales —pero la evidencia delata un componente adicional en esta ecuación. Donde previas extinciones masivas tuvieron un efecto extendido y geográficamente simultáneo, afectando a plantas y animales en múltiples ecosistemas, la “extinción cuaternaria” más reciente parece haber estado mucho más enfocada en ciertos animales y ubicaciones. A pesar de que el clima indudablemente fue uno de los factores involucrados, en esta ocasión la mayor responsabilidad parece recaer en la competencia directa con una especie recién llegada, mucho más hábil y peligrosa. Entraría entonces en escena el Homo Sapiens: veni, vidi, vici.
Debido a su gran tamaño, la megafauna cuaternaria tenía la misma estrategia de supervivencia que aún podemos observar en los grandes mamíferos actuales. Tendían a la longevidad, con pocas crías y un largo tiempo para madurar, lento crecimiento poblacional, baja mortalidad y pocos o ningún depredador natural capaz de matar a un animal adulto. Esto último cambió radicalmente con la aparición de los seres humanos modernos, con sus estrategias de caza sofisticadas y armas de largo alcance. La evidencia paleontológica sugiere que las extinciones de megafauna se produjeron en un patrón altamente correlacionado con las migraciones humanas, y que no guarda relación evidente con los cambios climáticos. Haya sido para alimentarse o para defenderse de otros depredadores, durante el transcurso de algunos miles de años nuestros ancestros eliminaron sistemáticamente a cualquier otra especie que pudiese representar una amenaza significativa. Esto incluye posiblemente, tal vez de manera más trágica, a otros tipos de humanos como nuestros primos neandertales.
En tiempos más recientes, armados con embarcaciones y tecnologías de caza cada vez más eficientes, hemos continuado este proceso, reduciendo en más de 90% la población de ballenas y otros grandes animales marinos. La consecuencia es que actualmente vivimos en una especie de “anomalía biológica”, en comparación con épocas distantes, caracterizada por una diversidad empobrecida que toma refugio en los rincones aún salvajes del mundo.
Parte de nuestro mito colectivo de creación es la posibilidad de un balance entre el humano y la naturaleza. Creemos que antes de las distorsiones de la vida moderna, del capitalismo y el consumismo y la industria y la guerra, vivíamos en sociedades idílicas que respetaban y honraban al planeta como a una diosa madre. En ocasiones, ansiamos volver a encontrar ese balance perdido. Pero la verdad es más compleja que estas ilusiones halagadoras que edificamos para nosotros mismos. Hay algo de cierto al afirmar que algunas civilizaciones tenían la sabiduría para preservar sus recursos naturales, y muchas veían a sus dioses reflejados en la fauna local, pero este “balance” solo se logró realmente cuando todas las otras especies que podían desafiarnos habían sido eliminadas. Solo cuando tuvimos la cadena alimenticia atada firmemente en el extremo superior, y los ataques de depredadores se volvieron la excepción y no la regla, nos permitimos comenzar a “amar” tentativamente a la naturaleza.
Nuestra inteligencia nos ha permitido dominar al resto de la vida terrestre en apenas un instante evolutivo pero, ¿hasta dónde nos llevará esta ambición? ¿Continuaremos sometiendo y destruyendo hasta que los huesos polvorientos sean los únicos capaces de relatar las historias de la vida en La Tierra? La ignorancia definitivamente no es bendita, como reza el dicho popular, pero tampoco lo será la inteligencia, si no tenemos la suficiente para manejar responsablemente los poderes que ella misma nos otorga.
Si podemos imaginar un paisaje paradisíaco y perdernos en él, incuestionablemente, debemos tener también la capacidad para preservar el que nos vio nacer a la consciencia. El único hogar que hemos conocido.
“Y así, ella habló; y yo anhelé abrazar al fantasma de mi madre muerta. Tres veces traté de aferrarme a su imagen, y tres veces se deslizó entre mis dedos, como una sombra, como un sueño”.
Homero. La odisea.