Para los corazones rotos

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Probablemente no había alcanzado aún los 10 años de edad la primera vez que abrí un computador. No recuerdo bien la causa – sin duda algo no funcionaba como me parecía debía hacerlo – pero nunca olvidaré mi sorpresa al descubrir todas las partes complejas que interactuaban en su interior, echando por tierra la ilusión de simplicidad y armonía que la caja exterior proyectaba reluciente.

Fue una lección que terminó por influenciarme mucho (muy a pesar de los regaños frecuentes de mi padre), y que me dirigiría a explorar en profundidad cada equipo tecnológico que cayera en mis manos. Tan pronto encontraba la manera de hacerlo, era normal que abriera las máquinas a las que tenía acceso, tratando de entender cómo la interacción de las diferentes partes lograba el objetivo para el cual había sido construido el objeto. El problema, por supuesto, solía llegar al momento de volver a armar al “paciente”, al cual siempre le sobraba o faltaba alguna parte – misteriosamente.

Eventualmente aprendí que los seres vivos – grandes y pequeños – somos también el resultado de la interacción de nuestros componentes; órganos que han evolucionado para cumplir funciones específicas y que – al igual que mis víctimas computarizadas – también podían sufrir daños irreparables que impidieran su buen funcionamiento. Sin embargo, donde esa memoria que una vez partí por la mitad pudo reemplazarse con un fatídico viaje a la tienda de computación; cuando el que se daña es tu hígado o tus riñones, el proceso de sustitución es un tanto más complicado.

No se trata tan solo de que sea mucho más difícil cambiar partes en un sistema biológico (que lo es, pues las interacciones son bastante más complejas que en cualquier máquina diseñada). Es más por una realidad que enfrentan todos los países del mundo: no hay suficientes órganos para la cantidad de personas que los necesitan diariamente. Son comunes (y trágicas) las largas listas de espera en hospitales, con personas a la expectativa de que salga su número con un órgano compatible con su fisiología, muchos muriendo antes de siquiera estar cerca de recibirlo.

La solución parece bastante clara: necesitamos fabricar órganos – y así desprendernos de la necesidad de un donante. Justo en eso trabajan decenas de equipos científicos alrededor del mundo, usando células madre extraídas de muestras de piel y sangre de los pacientes, que al ser estimuladas de distintas formas terminan transformándose en los bloques de construcción de los diferentes órganos de nuestro cuerpo.

En el 2013, científicos japoneses lograron producir células de hígado, que al ser insertadas en el organismo de ratones lograron crecer, integrarse, y realizar muchas de sus funciones normales. Igualmente, otro equipo reportó haber producido un tejido similar al de un cerebro en desarrollo inicial, permitiéndoles modelar enfermedades neuronales.

Aún estamos lejos de tener repuestos viables, pero estos fascinantes avances están por abrirnos la puerta de un futuro increíble, donde hasta un corazón roto tenga arreglo.

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