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Cuando era un niño (y esta es una experiencia con la que quizá muchos de ustedes se sientan identificados) no se me permitía cruzar la calle. Más allá de la típica ruta entre la casa y el colegio – recorrida siempre acompañado – el mundo era un misterio para mí. En ocasiones me quedaba viendo fijamente hacia alguna esquina por la que nunca habíamos doblado – tratando de dilucidar cualquier detalle sobre ese camino desconocido – o imaginando como luciría la fachada trasera de alguna edificación que solo había visto de frente. No podía esperar para zafarme, cada vez que tenía la oportunidad, del “yugo” de los adultos, que no me permitían explorar mis alrededores, ajeno como estaba a los peligros presentes (hay una historia graciosa sobre una preocupante “desaparición” que tan solo consistió en un intento mío por tratar de descubrir el otro lado de un edificio). Tan infantiles como puedan parecer mis recuerdos, probablemente saben bien de lo que hablo. Lo han sentido alguna vez: la curiosidad aplicada al entorno, la necesidad de explorar – de saber.

Es un componente esencial de la naturaleza humana; uno que ha resultado clave para nuestra supervivencia (nada es tan capaz de hacerte daño como aquello que no conoces). Hace 150 mil años, nuestros ancestros habían explorado y colonizado ya toda África – el sitio del que todos venimos. Hace 40 mil ya habitábamos Asia, Australia y Europa; y hace 20 mil años el continente americano se encontraba ya poblado. Esta historia de migraciones masivas (relatada a través de evidencia arqueológica y genética) nos habla de una especie dinámica, siempre en movimiento, ávida de entender el mundo a su alrededor (para poder beneficiarse cada vez más de él, claro está).

Aún en la actualidad – en un ambiente globalizado donde a veces lo increíble se disfraza de mundano – podemos notar el resurgimiento de este impulso, dado el estímulo correcto, y su efecto en nuestra sociedad. La emoción de ver al Curiosity descender en Marte hace un año poco tenía que ver con un interés científico generalizado por la composición de la atmósfera del planeta rojo, o con la dificultad de colocar un objeto de esas dimensiones en otro mundo; era más el resultado de que, en el fondo, aún anhelemos saber qué hay más allá de la colina. Está en nuestros genes apoyar al desvalido, que contra todo pronóstico supera las dificultades y alcanza el destino de su largo viaje. Tal es el espíritu de la humanidad (con todos sus aspectos positivos y negativos) – y de la ciencia, que se dedica a explorar nuestro mundo.

Quizá es por eso que siento tanto aprecio por el programa Apolo (si acaso mi pseudónimo no me había delatado ya), y por las palabras de Neil Armstrong – hace ya 44 años – al poner ese primer pie sobre la Luna: “Un pequeño paso para un hombre, un salto gigantesco para la humanidad”. Para mí, se trata de alguien saludándome desde el otro lado de esa calle que aún no puedo cruzar, diciéndome que sí se puede: una lección que niños y adultos haríamos bien en tener en cuenta día a día. Más allá de la geopolítica de la carrera espacial, hay una placa en la Luna justo ahora, que reza:

“Aquí los hombres del planeta Tierra pusieron por primera vez pies en la Luna, Julio 1969 A.D. Vinimos en paz por toda la humanidad”

Realmente es algo de lo que nuestros ancestros estarían orgullosos. Y tan solo es el principio de lo que podemos lograr.

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