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Las historias son realmente maravillosas. Ya sea que nos narren hechos reales o sean resultados de la imaginación de un autor, el efecto es el mismo: nos permiten absorber experiencias de las cuales no fuimos testigos, efectivamente ampliando nuestro conocimiento con una fracción del esfuerzo que normalmente requeriría. En el caso de los eventos que de verdad han sucedido, esta capacidad tan humana de recordar y comunicar las vivencias es algo que damos por sentado -nuestra sociedad está basada en estos principios. El futuro es un misterio para todos por igual, pero el pasado es conocido y debe ser posible recordarlo y – hasta cierto punto – reconstruirlo a base de memorias. Lástima que las cosas nunca resulten tan sencillas.

El experimento suele hacerse a nivel muy básico con niños, para enseñarles exactamente qué tan confiable es la memoria humana: un mensaje se le muestra al primero de la fila, con la sencilla instrucción de transmitirlo fehacientemente al compañero que le sigue. Cuando la “historia” llega al niño al final, se compara lo que éste escuchó con lo que era el mensaje inicial. Invariablemente, lo transmitido no tiene ya casi nada que ver; totalmente distorsionado por malas interpretaciones, errores en la escucha, detalles que se olvidaron (o no se consideraron importantes), u otros tantos que se añadieron debido a una falsa asociación asumida por el intérprete.

A los adultos no les va mucho mejor ya que se ha demostrado que mientras más tiempo ha pasado desde un momento específico, más probable es que lo hayamos distorsionado en nuestras mentes, enfatizando detalles a nuestra conveniencia (sobre todo si se trata de un conflicto), agregando escenas que nunca experimentamos y palabras que nunca se dijeron. Inclusive, en el caso de recuerdos de la infancia, se ha observado que en muchos casos éstos nunca sucedieron, siendo tan solo el resultado de diferentes imágenes, sonidos y escenas a los que fuimos expuestos durante nuestra niñez, que posteriormente se mezclan en falsas memorias como si de un sueño se tratase. A veces, hasta los sueños son recordados como si hubieran sido reales.

Afortunadamente, los seres humanos nos hemos inventado maneras un poco más confiables de transmitir el conocimiento que hemos acumulado – específicamente: la escritura. Desde que logramos codificar ideas en forma de símbolos – en tablas de piedra y paredes de cavernas – la historia se hizo bastante más manejable (al menos en periodos no tan largos de tiempo) y nuestra civilización se disparó rápidamente – en términos geológicos – hacia el progreso tecnológico y social.

Aún así, el proceso de reconstruir el pasado no es sencillo. Cada día que pasa más pistas se pierden en las arenas del tiempo; más información se tergiversa; más eventos se olvidan – como un anciano al que se le escapa un año de su juventud por cada uno adicional que vive. Tal es el caso de la evolución humana a partir de animales con un menor nivel de consciencia. Sin registros de ningún tipo, solo podemos recurrir a la evidencia genética y a los fósiles para determinar nuestro pasado remoto. Por supuesto, es un trabajo mucho más complicado de lo que hacen parecer los diagramas bien ordenados que solemos ver por allí, con una línea única que une a un antepasado simiesco con un humano erguido y orgulloso.

Como sabemos, la evolución macroscópica no sucede de un día para otro – ni siquiera de una generación a la siguiente – sino en el transcurso de millones de años (con pocas excepciones), en los cuales un enorme número de mutaciones azarosas surgen en el ADN de los diferentes individuos, mientras la selección natural las va beneficiando o reprimiendo sistemáticamente. Cuando se recupera el fósil de un ser humano antiguo (uno de los puntos intermedios entre nuestro ancestro común con el chimpancé y los humanos actuales), su antigüedad y características observables son las únicas pistas que nos pueden indicar qué especie de humano era, y cuál es su relación genética con las personas modernas. Como complicación adicional, no existen dos fósiles idénticos, y recae en los expertos determinar si se trata de dos individuos de una misma especie con aspecto muy diferente, o dos especies totalmente separadas.

Tal criterio es uno que muchos usan para distinguir a los biólogos: o son “agrupadores” (que piensan que es más probable que se trate de una misma especie) o “separadores” (que piensan que se trata de especies distintas). El hallazgo reciente de 5 cráneos en Georgia que normalmente se hubieran atribuido a diferentes especies homínidas, pero que bien podrían ser la misma debido a haberse encontrado enterradas juntas, es sin duda una victoria para los “agrupadores” de la biología – que defienden que el linaje humano quizá no es tan variado como se pensaba. Claro, un cráneo no es suficiente para sacar esa conclusión por sí solo, y su forma no es lo único que se estudia en estos especímenes, pero si abre un debate muy interesante sobre nuestros orígenes.

Es un debate deseable y comprensible. Piénselo por un momento, ¿qué pensarían arqueólogos del futuro al descubrir el cráneo de un pastor alemán junto con el de un pequinés? ¿Se trata de la misma especie (perro), o dos especies totalmente diferentes? Como todas las historias, en parte, nuestra evolución representa un gran misterio; algo que sabemos sucedió, pero de lo cuál aún se escapan muchos detalles. Es justo en este ambiente fértil que la ciencia y la curiosidad humana florecen de la manera más hermosa. En parte, le debemos a nuestros ancestros redescubrir sus voces, acalladas por el tiempo.

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