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Tan solo una mirada a nuestro sistema solar, y notamos algo interesante. No se trata del número de planetas. No hay nada particularmente llamativo en el número 8 (olvídense de Plutón). Tampoco que solo Saturno tenga anillos, ya que en realidad Júpiter, Urano y Neptuno también los tienen – solo que son mucho más delgados (planetas con tantas lunas son propensos a tener polvo estelar orbitándolos). Lo que más llama la atención del sistema solar es su organización. Planetas rocosos cerca de la estrella, planetas gaseosos un poco más lejos, rocas heladas en la parte exterior. Nadie fuera de su lugar designado. Los trozos de hielo lejanos al calor de la estrella no extrañan a nadie pero – ¿por qué los planetas gaseosos están todos más lejos que los rocosos? No sería descabellado pensar a primera vista que pudiese haber un Mercurio, luego un Neptuno, luego Venus, luego Saturno, luego Marte, y así sucesivamente, intercalados. De hecho, si se debiese al azar la organización del sistema solar, esperaríamos ver algo como eso – más desordenado. Sería mucho más probable.

Excepto por un detalle. Los protagonistas del sistema solar no son los planetas: es el Sol.

Los últimos modelos de formación de sistemas solares son claros en algo: la estrella es lo primero en formarse, a partir de una acumulación gravitatoria de gas que se vuelve más caliente y densa hasta que la presión produce fusión nuclear; comenzando una reacción en cadena contenida solo por la gravedad del material (lo cual le da su forma casi perfectamente esférica). Por supuesto, el gas que no queda dentro de la estrella sale disparado del área inmediatamente adyacente por el viento solar recién formado, y los materiales más pesados comienzan a condensarse para formar los núcleos de los futuros planetas rocosos (que apenas tendrán una delgada capa de elementos ligeros que puedan capturar). Mientras tanto, en el sistema solar externo (después de lo que definimos como “la línea de congelamiento”), donde está suficientemente frío para que los compuestos ligeros puedan condensarse también, los núcleos se van haciendo más y más pesados, capturando todo el gas que aún no ha sido desplazado por el Sol, y formando finalmente planetas gordos con atmósferas de miles de kilómetros de profundidad. Esto nos revela que el sistema solar que observamos es el resultado directo de la física y química de sus componentes, y no una organización especial.

Sin embargo, esto no indica que este orden sea permanente, y que los planetas no puedan emigrar luego de su formación. Los astrónomos han quedado sorprendidos continuamente por el hallazgo de cientos de “Júpiters Calientes” – lo cual suena como un bar donde poco conviene emborracharse – mucho más cerca de sus estrellas de lo que sugieren los modelos de formación planetaria. La hipótesis más aceptada es que una vez formados, los planetas pueden ser atraídos hacia el centro del sistema, o a veces expulsados por juegos gravitacionales, en un gran caos de objetos masivos que chocan unos con otros. Afortunadamente, nuestro sistema solar se estabilizó lo suficiente para que la vida se desarrollara en al menos uno de sus planetas, al punto de que una especie pueda comprender una danza cuya escala, en espacio y tiempo, pone a reto la imaginación.

Esta aproximación humana a procesos que duraron miles de millones de años en darse, en escalas que nos hacen sentir como microbios, es verdaderamente un hecho maravilloso del universo.

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