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Bastante razón tenía Arthur C. Clarke cuando afirmaba que “cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. La frase no es más que un reconocimiento de que lo que realmente hace “mágica” a una acción – ya sea que se nos venda como simple ilusión óptica o como poder supernatural – es el misterio que la rodea. Por la causa que sea (quizá sus bases son muy complicadas o los detalles de su ejecución están muy bien enmascarados), el observador no entiende cómo puede ser posible lo que acaba de presenciar. Dada la ausencia de coherencia con sus conocimientos previos, y una incapacidad innata para lidiar con la incertidumbre, la persona recurre a asignar una explicación falsa al fenómeno – una que en realidad no lo explica, pero que otorga satisfacción suficiente para dar por cerrado el caso: se trata de magia (o un milagro).

Para aquellos equipados con las herramientas poderosas del pensamiento científico, ningún evento es demasiado increíble, si encuentra cabida en las amplias posibilidades de las que nos provee el universo, apoyado siempre por la mejor evidencia a nuestra disposición. Cuando no es ese el caso, y la información no resulta suficiente para comprender lo que sucede, lo correcto es resistir la tentación de poner nombre a nuestra ignorancia, como si esto lograra maquillar la realidad: no sabemos qué ocurrió – y eso está bien.

No hay vergüenza en la incertidumbre. Lo realmente reprochable es el auto-engaño que conlleva la ilusión de “conocimiento”.

Dado que Clarke es conocido mayormente por sus escritos de ciencia ficción, su razonamiento sobre la relación entre la tecnología y la magia suele asociarse a nuestras representaciones del futuro; donde nuestros descendientes lejanos -o especies extraterrestres avanzadas- realizan con facilidad acciones totalmente incomprensibles para la audiencia. Bien podrían agitar una varita Han y Chewie mientras aceleran a “velocidad-luz” en La Guerra de las Galaxias, gritando alguna frase en latín, pues aunque no sea así, los espectadores no tenemos ni idea de cómo su nave logra tal hazaña.

Sin embargo, me permito una aclaración a la frase del gran Clarke, al notar que somos propensos a mitificar también cualquier acción que parezca muy avanzada “para su época”; no necesariamente el futuro distante. Los avances científicos han sido tan significativos en el último siglo que tendemos a subestimar las capacidades tecnológicas de las generaciones previas, degradando algunas de sus obras más significativas con explicaciones mágicas.

El ejemplo clásico son las pirámides de Egipto, construidas hace unos 4000 años, y que fueron el punto más alto en obras humanas por milenios; hasta que la pirámide de Giza fue superada en altura por la Torre Eiffel en el siglo 18. Aunque sabemos suficiente sobre el trabajo realizado como para explicar el proceso – y seguimos aprendiendo analizando el sitio – algunos continúan insistiendo en que seres extraterrestres tuvieron que estar involucrados, para hacerlo “factible”.

Un estudio reciente destruye aún más esta hipótesis, ya que se descubrió que los egipcios mojaban un poco la arena (como era lógico) para reducir la fricción, y así rodar con la mitad del esfuerzo las enormes rocas por el desierto. Un jeroglífico de la época incluso expone la práctica, pero ésta había sido confundida con un ritual por los antropólogos.

Esto nos muestra que en nuestro reconocimiento de la falibilidad humana reside la clave de una vida racional. Aunque no sepamos la respuesta, no debemos caer en la trampa del pensamiento mágico, sino esforzarnos por descubrir las sutilezas del cosmos y sus muchos poderes.

En mi experiencia, no hay mayor magia que la realidad misma.

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Sin comentarios
  1. Javier dice

    Maravilloso tú comentario. Ahora estaría interesante que con la técnica que describes hacer una pirámide…y también construirla con la orientación necesaria y con su precisión. Cuando la hagas lo publicas por favor y así darte la razón. Mientras quedas como superficial y desatendido del tema.

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